Aportes para entender una revolución
Por Joaquín Araneda, dirigente del Movimiento Anticapitalista
“El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo. La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos”. (Trotsky, Historia de la Revolución Rusa)
Joaquín Araneda
(copete) El “oasis” del continente, el sueño dorado del neoliberalismo, el país de los tratados de libre comercio, el de la represión sin consecuencias, un día se puso de pie.
Trajo desde el final de la memoria los tiempos de los cordones industriales y la experiencia “socialista” un grito rebelde. Con la violencia de las contradicciones contenidas, el pueblo de Chile decidió de una vez abandonar el doloroso recuerdo de pasadas derrotas para ponerle fin a ese ciclo y lanzarse a inaugurar uno nuevo que aún se está escribiendo.
Los estudiantes secundarios encendieron la mecha, organizando la evasión en los torniquetes del metro frente a un nuevo aumento de las tarifas del que ya es uno de los metros más caros del continente. Se convocó en las estaciones para saltar de a cientos las barreras, contagiando a miles de trabajadores y trabajadoras que a diario hacen uso de esos trenes, a miles que utilizan ese servicio para llegar hasta los centros de salud que les cobran por una atención deficiente, a miles que lo utilizan para ir a estudiar a las universidades endeudándose por años y años, a miles que pese a haber trabajado toda su vida no tienen una pensión que les permita vivir dignamente.
Las estaciones de metro de aquel “viernes de furia” concentraron y ampliaron todas las contradicciones de un modelo que durante años fue tirando por la borda a millones de chilenos y chilenas, entonces la evasión se volvió masiva. Y la respuesta “normal”, represiva, violenta, del gobierno de Piñera, disparó la indignación y la revuelta popular.
Cuatro semanas para cambiar 30 años
La primera semana estuvo marcada por los enfrentamientos, barricadas y cacerolas en apoyo: una respuesta frente al asedio de la violenta represión del Estado. El proceso rápidamente ganó fuerza y una verdadera marea se volcó a las calles. La huelga general le aportó fuerza y contundencia a las protestas y obligó al gobierno a pedir disculpas por su “falta de visión” y comenzar un giro en el tratamiento de la situación.
La segunda semana, la masividad se hizo cotidiana y las calles fueron tomadas por la movilización obligando al gobierno a retirar el estado de emergencia y terminar con el toque de queda decretado. Como contrapartida, las fuerzas de la institucionalidad burguesa se lanzaron a frenéticas negociaciones parlamentarias para intentar “acuerdos” que desactiven el proceso. Fue el momento de los anuncios de medidas sociales y la votación de leyes bloqueadas hasta ese momento, como la jornada laboral de 40 horas semanales. Es justo decir que esos intentos fueron en vano: lejos de desactivarse, la revolución se nacionalizó y las imágenes de todo el país confirmaban su carácter histórico.
La tercera semana sumó un elemento muy importante: el surgimiento de embriones de autoorganización y debate, asambleas, cabildos y comités de huelga surgieron de norte a sur, con centro en Santiago. Plaza Italia ya se había transformado en la plaza de la dignidad. El anuncio de un colectivo de sindicatos, encabezados por los portuarios, de convocar a una nueva huelga general para el 12N puso en guardia al régimen, que volvió a su discurso represivo anunciando persecuciones más duras contra encapuchados y quienes armen barricadas. Nuevamente, como en todos los intentos anteriores, fracasó.
La cuarta semana, sin duda, provoca un salto en el proceso. La fuerza de la huelga general se hizo notar con todo, paralizando por completo las actividades de un país ya convulsionado. Esa huelga y la masiva movilización nacional que la acompañó obligaron al gobierno a tomar el reclamo del cambio constitucional y, en una conferencia de prensa, casi a suplicarle al resto de las fuerzas del régimen la construcción de un pacto. Al final lo terminaron concretando con el Frente Amplio, el PC y otras fuerzas, pero es muy repudiado por las bases e incluso provoca rupturas en las fuerzas que lo suscriben.
A pesar de todo esto, el proceso lejos está de cerrarse y las próximas semanas serán de mucho debate sobre cómo continuar.
Las características de la revolución
En nuestro país estalló una semiinsurrección[1] que hizo aflorar las facetas más extremas de la lucha de clases, la mayor parte del tiempo veladas, y las expuso brutalmente. La acción de masas identificó rápidamente al gobierno y a todo el régimen como los responsables de 30 años de saqueo, represión e impunidad.
El carácter popular y espontáneo del estallido no contradice una participación importante e incluso “definitoria” de la clase obrera a través de dos huelgas generales y el impulso de comités de huelga de base. Además una enorme vanguardia juvenil enfrentó desde un primero momento a las fuerzas represivas, despertando la simpatía de amplios sectores de la población y, como contraparte, el rechazo a instituciones que tenían un papel destacado en el régimen como Carabineros o el ejército.
El estallido se dio en Santiago y podríamos decir que la “ex” Plaza Italia, hoy Plaza de la Dignidad, se transformó en su icono. Pero pronto se extendió a las regiones, contagiando al país entero. Concepción, Valparaíso, Valdivia, Punta Arenas, Antofagasta y cada plaza, avenida principal y barrio de Chile también fueron escenarios de movilizaciones y enfrentamientos con el ejército y Carabineros, y luego, del surgimiento de espacios de autoorganización y deliberación.
Las motivaciones del estallido, el combustible de la revolución, está dado por 30 años de un régimen orquestado desde la dictadura y sostenido por los gobiernos “democráticos” (ver recuadro), que sirvió para hundir a las y los trabajadores, la juventud y el pueblo de Chile en la miseria y la desigualdad. Lo que los partidos e instituciones se esforzaron por sostener durante 30 años, el pueblo movilizado lo puso de cabeza en pocos días, mostrando a los ojos del mundo entero que el capitalismo no tiene “oasis”, sino una decadencia que se expresa cada día con más fuerza.
Con el correr de las semanas, se desarrolló un doble poder no institucionalizado, con organismos embrionarios de deliberación, que sentaron las bases de un “programa” de la revolución que contempla reclamos sociales, económicos, democráticos de contenido anticapitalista, desbordando la institucionalidad y desafiando las distintas “órdenes” y amenazas vertidas desde el gobierno.
Otra característica importante es la ausencia de un liderazgo claro y mucho menos de alguna fuerza política que hegemonice la representación del movimiento. Esto facilita las condiciones para desarrollar una corriente revolucionaria a condición de empalmar con las decenas y decenas de “cuadros naturales” que hacen su experiencia política al calor de la lucha. Los cabros[2], las cabras, las capuchas; el colectivo juvenil y social domina por mucho sobre la dirigencia política.
Si bien la clase obrera no actúa en el proceso claramente movilizada como tal y esto es una debilidad, fue protagonista de dos huelgas generales y algunos sectores sindicales se destacaron por presionar en el sentido de lucha: ante la actitud conciliadora y desmovilizadora de la cúpula de la CUT, los portuarios y un sector de los mineros fueron la vanguardia en este sentido.
La inexistencia de una dirección revolucionaria con peso de masas constituye otra de las debilidades, quizás la más profunda de la revolución en Chile y el principal desafío a superar.
Estas debilidades, más la acción decididamente traidora de todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria y las que éstas orientan a nivel sindical explican que, pese a tener un 91% de desaprobación, Piñera no haya renunciado.
Poder contra poder
Las asambleas, cabildos y sobre todo la movilización masiva y sostenida constituyen un verdadero poder, no institucionalizado, que cuestiona al poder de la burguesía y sus partidos. Las medidas y anuncios del gobierno y todos sus intentos represivos no han logrado desactivar esta fuerza, que origina la “inestabilidad” del régimen. No son “intervenciones extranjeras” ni “alienígenas”, como aventuran desde La Moneda.
Contrariamente a lo que sostienen algunas corrientes que buscan “conseguir lo que se pueda aprovechando la lucha”, la gran mayoría del movimiento de masas no se mueve por tal o cual reclamo puntual, sino por el hartazgo con la vida a la que ha sido sometida durante las últimas décadas. Han identificado a los responsables de esta crisis y por eso no confían en nadie, ni en el gobierno, el Parlamento ni las fuerzas armadas.
Las tareas políticas planteadas por esta revolución, el “combustible” que señalábamos, buscan sus formas organizativas ante la traición de las viejas -y no tan viejas- direcciones y brotan en las esquinas y los parques, en los colegios y las universidades. Allí se discute todo, creando nuevas formas ante la inexistencia de otras o el bloqueo de las mismas por las direcciones tradicionales, aunque luego de un mes de movilización ininterrumpida estas formas no logran institucionalizarse como un doble poder definido.
En ellas se dan los debates más importantes para el devenir de la lucha, como por ejemplo la necesidad de sostener la movilización hasta terminar con el gobierno de Piñera, de poner pie una Asamblea Constituyente para reorganizar el país sobre nuevas bases y también de construir un nuevo gobierno, esta vez no de los patrones, sino de los trabajadores y el pueblo. Otro debate fundamental es sobre la necesidad de organizar la autodefensa frente a la represión y para golpear al pilar fundamental del régimen político: sus FF.AA. A estas tareas centrales se le suma un conjunto de medidas políticas, económicas y sociales para sentar las bases de un Chile diferente, opuesto por el vértice al desastre capitalista que colapsó.
El gobierno, las instituciones y los partidos
La primera respuesta del gobierno de Piñera, como dijimos, fue la represión y el anuncio de una supuesta “guerra contra un enemigo muy poderoso”. Las imágenes del presidente rodeado de militares, el estado de emergencia y el toque de queda fueron la expresión concreta de sus declaraciones, así como la aplicación de ley “antiterrorista” para juzgar a los miles de detenidos.
El discurso comenzó a cambiar sobre el final de la primera semana. Aun con los militares desplegados en las calles y las denuncias de centros de tortura instalados en las estaciones de metro, el gobierno pidió “disculpas por la falta de visión” y anunció la anulación del aumento de la tarifa del metro. Tras la “marcha más grande de la historia”, le sumó el anuncio de un paquete de medidas sociales y terminó pidiendo la renuncia de todo su gabinete, incluido Andrés Chadwick, ministro del Interior y Seguridad Pública y primo de Piñera, mano de hierro del régimen con un activo pasado durante la dictadura y rol central en el gobierno, aparte de poner fin al estado de emergencia.
Ninguna de estas medidas logró desviar la atención sobre las responsabilidades de Piñera y su gobierno, identificado por la gran mayoría del pueblo como el gran culpable del desastre. En medio de escándalos y acalorados debates, el Parlamento mostró también su disposición a sostener la institucionalidad en los peores momentos de la crisis. Impulsó iniciativas que estaban frenadas, como la reducción de la jornada laboral, buscando desviar la movilización a las vías institucionales. Los sectores más “radicales” del Parlamento no sacaron en ningún momento los pies del plato.
Vale señalar en esto a los partidos de la ex Nueva Mayoría (PC y PS) y al “progresista” FA (ver recuadro) que trabajaron para desmontar el proceso. Cuando la gente ocupaba las calles pidiendo que Piñera renuncie, estas direcciones se “montaron” en el proceso para intentar conducirlo. Primero presentaron una acusación constitucional contra el presidente, luego hablaron de convocar a un plebiscito por la Asamblea Constituyente y tras el recambio ministerial terminaron pactando. Es decir, en el momento de mayor democratización, con millones en las calles tomando en sus manos “el gobierno de sus propios destinos”, estos demócratas de papel hicieron el máximo esfuerzo para que la crisis se resuelva en un diálogo de cúpulas.
La revolución expuso, como siempre sucede, no solo la cara más violenta del capital y sus gerentes políticos sino también la verdadera cara de los aparatos que se autodenominan progresistas y sus aplaudidores locales e internacionales.
Huelga general y movilización versus pacto con la derecha
Estos intentos de desmontar el proceso por parte del gobierno encontraron en las direcciones del FA y el PC, y en todas las fuerzas del régimen a distinto nivel, sus socios privilegiados. Quizás el acontecimiento que termina de provocar el punto de unidad es la potente huelga general del 12N, que se da contra la voluntad mayoritaria de las direcciones, empujada sobre todo por los portuarios pero que logra arrastrar a la Unidad Social y al conjunto de las masas movilizadas en una acción que pone al gobierno al borde del precipicio. Lejos de empujarlo para que caiga, estas direcciones lo rescatan aceptando el pacto propuesto por Piñera, que incluye un proceso desgastante y totalmente burocrático para “transformar la Constitución”, otorgándole de hecho la resolución del tema a las fuerzas que la amplia mayoría de la población rechazada.
Como lo señalamos en nuestro volante del 15N: “Desde la DC hasta el PC y el Frente Amplio empezaron a trabajar con ese propósito: pactar con la derecha. El telón de fondo para todo esto fue la gran fuerza que tuvo la huelga general, que motorizó el paro productivo histórico y colocó la posibilidad de ir por todo: una asamblea constituyente sin tulelajes de lo actual. Este contexto, aceleró el ‘pacto’ a espaldas del pueblo que firmaron derecha y ‘oposición’:
* Un plebiscito recién en abril del 2020 para preguntar lo que ya el pueblo gritó en las calles (‘Nueva Constitución’) y sin mencionar la opción de ‘Asamblea Constituyente’, como evidente concesión a lo más reaccionario del gobierno.
* Pero eso no es todo: el mecanismo de funcionamiento para cambiar la Constitución, además, le da poder a la derecha de obstaculizar todos los cambios que cuestionen sus privilegios de clase. Establece la exigencia de 2/3 de los integrantes de la ‘Convención’ para aprobar cualquier ley. De esta forma, con su 1/3 la derecha puede bloquear cualquier avance y, por lo tanto, todo tiene que salir por consenso.
* La elección de diputadxs ‘convencionales’ será en octubre del 2020 y con el mismo sistema electoral actual que da prioridad a los partidos tradicionales.
Es lo que vinimos alertando desde hace semanas: con Piñera y sus cómplices no puede salir el proceso constituyente que exigimos como pueblo.”
Esta verdadera traición contra la revolución es una reedición de la transición que le permitió a la dictadura dejar en pie un régimen sólido, que las fuerzas de la “democracia” se encargaron de sostener. Pero no se produce sin costo para los perpetradores: el proceso de caída de las expectativas con el FA también se expresa en las divisiones entre sus componentes incluso dentro de cada partido que lo integra. Hay que destacar que mientras la transición pinochetista se montó sobre la base de una derrota brutal de las mases, en este caso vivimos un proceso de ascenso y revolución. Y su adaptación institucional, su escepticismo y su respeto a los límites del capital hacen de estos supuestos “renovadores” de la política una de las fuerzas más conservadoras de un proceso que hizo avanzar la conciencia de cientos de miles.
El Movimiento Anticapitalista y la LIS frente a la prueba de la revolución
Quienes escribimos estas líneas no observamos los hechos desde un lugar de neutralidad: participamos con todas nuestras fuerzas aportando opiniones e impulsando la movilización y el surgimiento de los espacios asamblearios, en disputa política con las direcciones traidoras y reformistas. Y no lo hacemos solos: junto a nosotros la Liga Internacional Socialista lleva a todas partes del mundo la bandera de la revolución chilena para rodearla de solidaridad.
Frente a quienes se sorprendieron con el desarrollo de los acontecimientos, nosotros sostuvimos un análisis que retomaba las enormes marchas estudiantiles contra el arancelamiento de la educación, la marea feminista que fue vanguardia en el continente, las movilizaciones masivas por el No+AFP, las huelgas de los portuarios y otros hechos que adelantaban la acumulación de contradicciones que el “modelo chileno” no podía soportar por mucho tiempo más.
Ese armazón nos permitió desde un primer momento asumir que estábamos ante un cambio histórico en nuestro país y responder con una política revolucionaria. Enfrentamos el estado de excepción y el toque de queda junto al pueblo movilizado, sin despegarnos ni un minuto. Propusimos, tal como lo hacía la gente en las calles desde el primer momento, el Fuera Piñera como consigna articuladora y sumando la necesidad una Asamblea Constituyente que reordene el país sobre nuevas bases, ya que lo que se estaba quebrando era el régimen heredado de la dictadura y no sólo un gobierno nefasto.
Frente a las direcciones que llamaron a confiar en las instituciones llamamos a fortalecer la autoorganización y el debate democrático desde las bases, sosteniendo la movilización y huelga general como única garantía de victoria, articulada desde abajo hacia arriba y rechazando el pacto a espaldas del pueblo.
Finalmente, indicamos también que este proceso tiene una tarea que se ha expresado por la negativa, pero cuya concreción permitiría un salto de calidad: la conquista de un gobierno de quienes nunca hemos gobernado, las y los trabajadores junto a sectores populares, para que ese hastío contra las fuerzas de la burguesía avance a una salida revolucionaria.
Es por todas estas razones que nuestro accionar político y organizativo estuvo y está atravesado por la tarea de construir una fuerte corriente revolucionaria, nacida desde el proceso, y por eso y para eso coordinamos acciones, recorrimos asambleas y nos movilizamos, proponiendo a la juventud, a las y los trabajadores, las mujeres y el pueblo de Chile a que juntos hagamos realidad ese desafío.
Si como escribió hace un siglo Trotsky, “el rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos”, entonces poner en pie una alternativa política de las masas insurrectas es la tarea fundamental de la revolución que estamos viviendo y a ella nos abocamos con todas nuestras fuerzas.
[1] Categoría marxista para describir un proceso insurreccional, de contenido anticapitalista, pero sin dirección revolucionaria, como el que ocurre en Chile.
[2] Jóvenes.
La revolución de los ‘70 y el fracaso de la “vía pacífica”
El 4 de setiembre de 1970 la Unidad Popular (UP) compuesta por el Partido Socialista (PS), el Partido Comunista (PC) y otras formaciones menores como el Partido Radical, el MAPU y API, gana las elecciones llevando al dirigente socialista Salvador Allende a la presidencia: obtuvo el 36,63% de los votos y fue nombrado por el Congreso entre los dos candidatos más votados.
El gobierno de la UP se desarrolla en medio de un proceso revolucionario del pueblo chileno. La presidencia anterior del democristiano Frei estuvo cruzada por numerosas luchas obreras contra sus planes de ajuste e importantes marchas por la reforma educativa de un movimiento estudiantil muy impactado por la revolución cubana. Se desarrolló en Chile a principios de los ’70 una gran revolución que cuestionó las bases capitalistas del país.
El gobierno de Allende, que recibió el apoyo político de Fidel Castro, propiciaba la “vía pacífica al socialismo” y un proceso “gradual” negociado con la burguesía, fue empujado por la movilización revolucionaria obrera y popular a tomar una serie de medidas progresivas que, sin romper con la economía capitalista, enfrentaron al imperialismo norteamericano y las grandes patronales. Entre ellas, la nacionalización del cobre y la minería, también de muchas empresas, la ampliación de la reforma agraria y un importante aumento de salarios.
Las masas en lucha aprovecharon cada oportunidad para hacerse del control de fábricas, mecanismos de distribución y organización, lo que ocasionó una fuerte reacción de la derecha que intentó varias veces liquidar el proceso revolucionario. El paro patronal de octubre de 1972, que logró paralizar el país por tres semanas, produjo una fuerte radicalización y dio origen a los cordones industriales: una organización obrera que rompiendo el chaleco de fuerza de la CUT, dirigida por el PC, desarrolló importantes experiencias de doble poder.
Allende, en vez de apoyarse en la fuerza creciente de la revolución, enfrenta la crisis armando un gabinete de militares “leales” y “democráticos” que, con el general Prats a la cabeza, gobierna Chile hasta las elecciones de 1973. A la vez, el gobierno de la UP enfrenta y combate las experiencias de autoorganización acusándolas de apurar el proceso y no permitir la negociación con distintos sectores de la patronal, la Democracia Cristiana (DC) y los militares.
En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, la UP aumenta su votación llegando al 43,4%. El gobierno desaprovecha este nuevo espaldarazo del pueblo chileno, y la DC, los partidos de derecha, junto a la burguesía chilena, con total apoyo del imperialismo yanqui, conspiran con las FF.AA. y se preparan para derrocar al gobierno. El primer intento, el “tancazo” del 29 de junio, es sofocado. De inmediato una movilización popular de apoyo al gobierno de la UP nuclea a más de un millón de trabajadores en Santiago.
Lejos de organizar a esa enorme fuerza y apoyarse en los cordones industriales para organizar la resistencia y dividir a las bases de las FF.AA. y Carabineros, Allende siguiendo la política del PC y el PS se rodea de jefes militares “leales” y nombra un segundo gabinete militar. En paralelo activa una ley de control de armas, que con la excusa de controlar el armamento de la ultraderecha en realidad se utiliza para controlar y reprimir el armamento de autodefensa de fábricas y poblaciones. Abandona a su suerte a los marinos de Talcahuano y Valparaíso, que por esos días enfrentaron y derrotaron a las conspiraciones golpistas de sus oficiales.
Finalmente, el 11 de setiembre de 1973, encabezado por el general Pinochet se produce un cruento golpe de Estado que deja un saldo de más de 3.000 asesinados, más de 35.000 presos brutalmente torturados entre un total de 300.000 personas detenidas y una cifra similar que debió exiliarse. Fue la derrota y desaparición física de una gran parte de la vanguardia revolucionaria chilena. Ninguna de las agrupaciones importantes de la izquierda ni el ultraizquierdista MIR estuvo a la altura de las tareas que exigía la hora. Faltó una alternativa revolucionaria que, como los bolcheviques en Rusia, llevara la revolución hasta el final.
La “transición” pactada entre Pinochet y la Concertación
Preparando una salida que le permitiera al régimen sobrevivir, conservar grandes cuotas de poder y seguir sosteniendo el modelo económico ultraliberal que inauguraron los Chicago Boys[1], en 1980 Pinochet decreta una nueva Constitución. Ésta, que sobrevive hasta hoy con 25 cambios, disponía que Pinochet quedara en el poder hasta 1988, cuando se realizó un plebiscito para decidir si seguía como presidente por un período similar.
Entre las características centrales de esa Constitución, destinadas a conservar los principales rasgos bonapartistas[2] estaban: 1) la elección del presidente con amplios poderes por ocho años; 2) un Consejo de Seguridad Nacional integrado por los comandantes en jefe y con atribuciones de control sobre el presidente y el Congreso; 3) un Tribunal Constitucional que podía aplicar proscripciones político-ideológicas a organizaciones y personas, destituir senadores o diputados, cuyos miembros serían designados por la Corte Suprema de la dictadura; 4) un Congreso con cámaras de Diputados y Senadores, cuyos miembros serían elegidos en forma binominal y que incluía nueve senadores vitalicios nombrados a dedo por la dictadura, que convivirían con otros 26 electos por el pueblo; 5) un complicado mecanismo de reforma constitucional.
Las luchas de 1983 a 1986 pusieron a Pinochet al borde del abismo
El derrumbe de las dictaduras de Argentina y Bolivia, más la crisis de las que gobernaban Brasil y Uruguay, van a impactar en la situación chilena. En 1982 entró en crisis el plan económico de la dictadura y hubo luchas estudiantiles y de los obreros de la construcción. El 11 de mayo de 1983 el pueblo chileno sale masivamente a las calles e inaugura un ciclo de fuertes protestas y paros nacionales en 1984 y 1986 que, con barricadas y fogatas en la lucha callejera, alcanzó niveles de semiinsurrección.
Ante el peligro cierto de la caída del régimen, el imperialismo y la Iglesia presionaron a Pinochet para que abriera una salida política concertada. Los partidos de oposición fueron una pieza clave de ese plan. El Partido Demócrata Cristiano (DC), que había apoyado el golpe y se volvió opositor, junto al Partido Socialista (PS), jugaron para desviar las movilizaciones al terreno de la negociación y una posible salida electoral. El Partido Comunista (PC), con gran peso en el movimiento obrero y en las protestas, en vez de desarrollarlas para tirar a Pinochet apoyó esa estrategia de negociación, llamando a confiar en un sector de las FF.AA.
Una reforma para garantizar la continuidad
Acorralado por la crisis y la movilización, utilizando el aire que le daban las claudicaciones de las direcciones traidoras, Pinochet lanza el plebiscito de 1988. Pero el resultado fue un triunfo del pueblo chileno: ganó el No y se vio obligado a dar elecciones. La Concertación de partidos por el No, integrada por la DC, el PS, el Partido Por la Democracia (PPD) y el Radical Socialdemócrata (PRSD) se preparaba para una transición y un recambio ordenado, pactado con Pinochet, aceptando su antidemocrática Constitución y sólo planteando reformas parciales. Pese a sus críticas iniciales, el PC finalmente llamaba a votar por el No y apoyaba esa política.
Las elecciones las ganó la Concertación y Patricio Aylwin (DC) asumió la presidencia en 1990. El genocida quedó como jefe de las FF.AA. y en 1998 se retiró con el cargo de senador vitalicio que mantuvo hasta su muerte.
Los gobiernos de la Concertación y luego
Nueva Mayoría (Aylwin, Frei, Lagos, Bachelet), que han sido garantes de este
régimen
de “democracia custodiada” y sostenedor de un modelo ultraliberal, se fueron turnando en el poder y no dudaron en descargar la
fuerza represiva del Estado contra las luchas populares. Así lo hicieron con las protestas obreras, los estudiantes y su “revolución de los pingüinos” y las acciones feministas que han enfrentado a este régimen
y sus “pacos” durante estos 30 años. El PC desde el gobierno o el nuevo Frente
Amplio en la oposición han sido sostenedores de los mecanismos de este régimen
heredado de Pinochet.
[1] Surgida en los ’70, es una denominación que hace referencia a los economistas liberales educados en dicha universidad, de gran influencia bajo la dictadura de Pinochet.
[2] Régimen político autoritario que suprime total o parcialmente las libertades democráticas. Basado en el aparato militar y policial, suele ser unipersonal, está al servicio de la clase explotadora y se erige como árbitro entre los distintos sectores que lo componen.
El rol de las Fuerzas Armadas
En 1973, el golpe comandado por Pinochet terminó con una importante experiencia de organización y lucha de la clase obrera y el pueblo. Si bien un contexto similar se dio en la mayor parte de los países del continente, las FF.AA. de Chile y sus cúpulas se caracterizaron por su estrecho vínculo con los sectores más concentrados de la economía y por la violencia que desataron contra los trabajadores y el pueblo. El final de este proceso, si bien con algunas convulsiones, fue pactado y dirigido por esas mismas élites, garantizando una centralidad de las FF.AA. en la política hasta hoy.
Después de la masacre, la garantía de la impunidad
La gran burguesía chilena y sus partidos jugaron un rol central en el salvataje de las FF.AA. y su permanencia como una institución central del nuevo régimen, quizás la principal, ya que no sólo se reservó a los altos mandos el control de las propias fuerzas sino también espacios de representación en el resto de las instituciones. El propio Pinochet se mantuvo como jefe del Ejército hasta el 10 de marzo de 1998, al otro día asumió como senador vitalicio y nunca fue juzgado. Los pocos condenados por los crímenes de la dictadura reposan en cárceles especiales construidas por la Concertación, verdaderos hoteles de retiro con plena libertad de acción interna.
La brutalidad continuista de los gobiernos de la Concertación cerró archivos de la dictadura, planteando leves reparaciones a través de informes deficientes sobre Verdad y Justicia: un entramado al servicio de mantener intactas las fuerzas represivas del Estado construidas bajo Pinochet, tanto en el aparato de inteligencia (CNI) como en todas las ramas del ejército. Hace algunos años, se conoció que en 1990 se asimilaron cerca de 1.200 agentes de la CNI al ejército.
Para complementar esta “democracia custodiada” se garantizó un financiamiento independiente a las FF.AA. a partir del control y administración de un porcentaje del presupuesto del cobre y la minería: el 10% de la empresa estatal Codelco. Ese esquema recién fue modificado gradualmente en agosto pasado.
Los guardianes del “oasis”
Esta permanencia de la centralidad militar en la vida “democrática” y el rol destacado de Carabineros y sus distintas Fuerzas Especiales en la represión interna de los conflictos obreros, el pueblo mapuche y la juventud tiene que ver con la estabilidad del modelo durante muchos años. El rol represivo se encontraba muy prestigiado por la acción ideológica y material de la gran burguesía y porque nunca habían sido derrotadas efectivamente por el movimiento de masas.
Por eso no es menor que durante el desarrollo del proceso revolucionario actual, y la participación activa del ejército en la represión o incluso la conformación del COSENA[1] para darles a las FF.AA. la dirección represiva[2], la respuesta de la movilización siga siendo masiva y desafiante, sobre todo de sectores de la juventud que enfrentaron a militares durante el estado de emergencia y siguen enfrentando a las Fuerzas Especiales de Carabineros.
Justamente por el rol que sostienen desde la dictadura,
la derrota de las FF.AA. se ha transformado en una de las tareas clave de la
revolución chilena y para ello es preciso sumar a la movilización el debate de
la necesaria autodefensa en los organismos de masas que empiezan a surgir en
todo el país.
[1] Consejo de Seguridad Nacional.
[2] Hasta la fecha hay más de 23 personas muertas, miles de heridos y torturados, y cientos de manifestantes con lesiones oculares por perdigones o balines disparados por los “pacos”.
El verdadero modelo chileno
Desigualdad y entrega capitalistas
Chile representaba, hasta hace pocos días, uno de las “estrellas” de la burguesía y el imperialismo a nivel global. No solo por su estabilidad política y económica sino fundamentalmente porque se fundó sobre una derrota brutal del movimiento obrero y de masas por parte de la dictadura, continuada por los gobiernos “democráticos”. El objetivo de estas líneas es exponer brevemente las características de este modelo que fue puesto en cuestión de manera masiva y contundente.
Pinochet y los Chicago Boys
Si bien la dictadura comenzó en 1973, fue en 1975 cuando un grupo de intelectuales orgánicos de la élite chilena se hicieron cargo del proyecto radical de transformación reaccionaria del modelo. Los Chicago Boys, un selecto grupo de estudiantes de la Universidad Católica de Chile que continuaron su formación económica en la Universidad de Chicago para nutrirse en la ortodoxia liberal entre cuyos ideólogos están Milton Friedman y Friedrich Hayek, dictaron los lineamientos doctrinarios.
Se pusieron a la cabeza del proyecto económico y social del país debido a su acercamiento directo al poder militar de la elite burguesa, y por constituir una sólida hoja de ruta para el gran capital. Su fundamento era el déficit y la gran inflación de Chile. La intromisión imperialista presentaba su primera camada de nuevos cuadros bajo una apariencia de “tecnócratas apolíticos” para reorientar el continente hacia los intereses estadounidenses: un molde de injerencia que empezó con la financiación militar y siguió con la imposición del laboratorio neoliberal.
El camino de reformulación de Chile bajo la dictadura fue radical sobre el patrón de acumulación capitalista, reconfigurando el rol del Estado y efectuando una completa liberalización financiera, desregulación del mercado y traspasando las empresas estatales a capitales privados. Ese tramo incluyó reformas tributarias e incentivos a la inversión extranjera, desmantelando la perspectiva desarrollista que primó las décadas previas. Una verdadera “revolución capitalista” que necesitó del autoritarismo para constituir el Estado Subsidiario, imponiendo el neoliberalismo y perpetuado bajo la Constitución de 1980 aún vigente.
“Democracia” para continuar la entrega
Tras la reconfiguración general que encabezó la dictadura, en los ’90 vino una segunda ola privatizadora: un proceso de consolidación del modelo cuyo correlato fue la impunidad absoluta. La brutalidad del pacto se dimensiona con el propio dictador siendo jefe de las FF.AA. hasta 1998 y luego senador vitalicio.
El resultado de este proceso es la constitución de uno de los países más desiguales de la región y el mundo, donde un 1% de la población concentra el 33% de las riquezas, el sueldo mínimo es de 301 mil pesos (USD 423) mientras que, según el Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, la mitad de los trabajadores recibe un sueldo igual o inferior a 400 mil pesos (USD 562) al mes. El precio promedio de los medicamentos originales (no genéricos) es de USD 28.5, el más alto de la región según el estudio de una consultora estadounidense[1], estudiar una carrera universitaria cuesta unos USD 25.000 y el acceso a la salud unos USD 50 por las consultas más simples.
En el caso de las pensiones a lxs trabajadorxs jubiladxs que cotizaron de 30 a 35 años, el 50% recibió una pensión menor a 296.332 pesos (USD 400): menos que el salario mínimo[2].
El aumento del pasaje de metro que desató la rebelión implicaba que un trabajador gastara cerca del 10% de su salario mensual sólo para ir y volver de su trabajo.
“Este modelo, elogiado por todo el capitalismo y los partidos de derecha por años, destruyó desde el inicio toda probabilidad de industrialización del país, que hoy no produce prácticamente nada, a excepción de materias primas y productos agrícolas, vino y la pesca industrial del salmón en el sur en manos de las multinacionales”[3].
Este es el modelo que se acaba de estrellar contra la
movilización popular que ya venía expresándose “sector por sector” con los
reclamos estudiantiles, la marea feminista, la lucha contra las AFP o las
enormes huelgas de portuarios y profesores. Ese momento ya pasó: el enemigo ha
sido identificado por los trabajadores y el pueblo, y están dispuestos a todo para
derrotarlo y abrir el camino a un nuevo Chile.
[1] IMS Health, en BBC Mundo, Noticias de América Latina, 29/10/19.
[2] En la web theclinic.cl, 30/07/19. Según un estudio de la fundación SOL, el 50% de los nuevos jubilados recibió una pensión autofinanciada inferior a los 48 mil pesos.
[3] “El derrumbe del modelo chileno”, en Alternativa Socialista N° 747 (Argentina).