Por Alberto Giovanelli
Para entender las claves del poderoso levantamiento popular que recorre el país y que ha provocado una crisis inédita del régimen político e institucional peruano, debemos comenzar por comprender que un inmenso proceso revolucionario atraviesa el país. Hay que decir con claridad que no se trata simplemente de una crisis, sino que es el quiebre de un orden político cuyo declive ha sido permanente hasta llegar a la lumpenización de la casta política, el quiebre constitucional y, finalmente, a una situación de vacío de poder en el que aún hoy, lunes 16 de noviembre, nos encontramos.
La sucesión de presidentes vacados (destituidos), otros presos, de suicidados (Alan García), la acusación de corrupción que pesa sobre más del cincuenta por ciento de los representantes del congreso, y la incertidumbre que atravesamos en estas horas, son resultados de esta decadencia, acelerada a niveles insostenibles después de las elecciones del 2016 que consagraron al también destituido Pablo Kuchinsky.
Martín Vizcarra, un ingeniero ex gobernador de Moquegua, sucesor de Kuchinsky y lobista de las empresas mineras internacionales instaladas en el sur del país, también fue destituido en la última semana por una alianza mafiosa forjada en el Congreso con la complicidad de los oligopolios mediáticos y del poder empresarial, que ha contado con la anuencia de las instituciones, cuyo silencio permitió, en la práctica, el uso de recursos legales y medios institucionales para perpetrar un golpe de Estado palaciego en medio de una atroz crisis económica y social desatada por la pandemia de la COVID-19.
El sucesor Merino, apenas duró 5 días en el poder, arrasado por una movilización popular que enfrentó la represión que se cobró al menos dos vidas jóvenes y la desaparición de cerca de un centenar de manifestantes.
El orden político instituido en el 2000, apuntalado por grupos de interés participantes en el Acuerdo Nacional –que ya entonces no eran representativos de las demandas populares que durante años se movilizaron contra el régimen de Fujimori—dejó intacta la Constitución de 1993, intacto el modelo económico neoliberal, intacta la tecnocracia que impuso las reformas económicas y legales que han consolidado la privatización del Estado en estos años, intacto el sistema electoral y el colapsado sistema de partidos que ha dado fruto a un mercado libre de emprendimientos electorales, e intactas las redes mafiosas enquistadas en diversas instituciones estatales.
Durante años, las elecciones han sido pantomimas de democracia: sin verdaderos partidos, sin posibilidad real de alternancia, y con procesos cada vez menos competitivos y más opacos, que favorecieron a las mafias con mayor capacidad de pago e influencia. Cuatro –y quizás cinco—presidentes de la República con gravísimas acusaciones por corrupción, quienes gobernaron siempre en la misma dirección a pesar del cambio de «careta» electoral son evidencia clarísima de esto. Todos concentrados en negociar, descaradamente, intereses particulares de todo tipo.
En esta semana, que quedará marcada en la historia, como si fuera de la nada, en el país entero hemos visto emerger y declararse en insurgencia multitudes indignadas, dispuestas a jugárselo todo. Las protestas han sido lideradas por valientes jóvenes agrupados y agrupadas en colectivos espontáneos y, también, pre-existentes. En pocos días y en plena pandemia lograron que se multiplicaran geométricamente las expresiones de rechazo al gobierno usurpador de Manuel Merino, pero también al vacado Vizcarra. Incluso, lograron sumar a quienes observaban con desconfianza las primeras protestas callejeras, los cacerolazos convocados para las 8 de cada noche, las proyecciones de imágenes una vez que el toque de queda obligaba a dejar las calles, o los hashtags y memes que incendiaban la esfera pública virtual. La marea social politizada emergió de forma incontenible. La fuerza de esta expresión de soberanía popular reside, por ahora, en su capacidad de sumar pluralmente a quienes apuesten por rescatar el país de las garras de las mafias. Sin embargo, sabemos también que para refundar el país vamos a necesitar más que el entusiasmo, la indignación y la espontaneidad.
Refundar el país es la meta imprescindible que debemos plantearnos. ¿Es posible? Sí y, precisamente, porque asistimos al quiebre del orden político. La crisis constitucional en la que nos encontramos nos obliga a proyectarnos al futuro, no al pasado, y a convenir en soluciones que impidan, ahora sí, que las mafias y los intereses corporativos marquen el rumbo y el destino del país. No hay lugar en esta situación para impulsar cambios cosméticos y reformas mínimas que dejen intactas las estructuras institucionales, de allí la crisis absoluta de los progresismos, que en expresiones como las del Frente Amplio o las del Nuevo Perú de Verónica Mendoza, no hacen más que expresarse como la pata “progresista” de un régimen colapsado y desesperadamente ofrecen alternativas que no rompan los márgenes impuestos por la institucionalidad burguesa. No. Los emprendimientos electorales que marcan el pulso del Congreso no deben liderar este proceso. Tampoco deben hacerlo los intereses corporativos que usan como megáfono a los medios de comunicación que integran sus oligopolios y que, a su voluntad, hacen y deshacen en el Estado.
¿Quiénes, entonces? ¿Cómo? ¿Hacia dónde? La idea de un proceso de Asamblea Constituyente libre y soberana en el Perú es mucho más que una consigna de la izquierda peruana. Hoy es la tarea del momento, una tarea inmediata. Es un proceso que tiene que ser impulsado de abajo hacia arriba, no de arriba hacia abajo. Tiene que abrir verdaderos espacios deliberativos y reflexivos en la sociedad y, aunque pueden y debe haber propuestas de diverso tipo, estas tienen que ser debatidas, sopesadas, reconsideradas, eventualmente articuladas para, finalmente, ser expresadas en un proceso formal que genere acuerdos sólidos de los que los trabajadores y el pueblo movilizado debe apropiarse.
Están dadas las condiciones para impulsar este llamado ahora que se ha quebrado el orden político constitucional fujimorista instituido en 1993. Existen las condiciones formales, pero, sobre todo, existen las condiciones sociales. En los últimos días hemos visto emerger en la sociedad politizada, entre los jóvenes y las y los trabajadores, el reclamo de rehacer las reglas de juego, de cambiar incluso de raíz y refundar el país. ¿Y con quiénes? ¿Si no hay partidos, con quiénes? No hay partidos, es cierto, pero eso no significa que en Perú no exista organización o capacidad para organizarse. En Perú existe una enorme cantidad de organizaciones sociales y populares que, desde hace décadas, ya articulan formas de incursión diversa en la política como mecanismos de resistencia y disputa con el Estado que los excluye o los aplasta. Las organizaciones de pueblos indígenas son, quizás, las más emblemáticas en este campo. Los colectivos juveniles de todo tipo están en la primera fila del levantamiento. Y existen también, aunque en menor proporción, gremios de diverso tipo que desde hace también décadas luchan por derechos conculcados, a pesar de las traiciones de las direcciones sindicales. Incluso, existen organizaciones de la sociedad civil –universidades, ONGs, asociaciones sin fines de lucro—que podrían y deberían involucrarse a conciencia en un proceso como este. Especialmente y como parte de un proceso generalizado los colectivos feministas que, desde hace tiempo, impulsan no solo la lucha por el reconocimiento de derechos fundamentales, sino también iniciativas transformadoras de la sociedad. De ahí que es imprescindible la necesidad de que los revolucionarios nos postulemos como la amalgama de la inmensa cantidad de procesos hoy dispersos.
Es imprescindible poner en el centro de la acción el debate y el impulso de un proceso social que piense, delibere, articule, cambie y reinstituya las estructuras políticas y económicas que organizan nuestra sociedad, para empezar a dar vuelta todo, para que de una vez gobiernen los que nunca gobernaron, los trabajadores y el pueblo. Desde nuestra Liga Internacional Socialista, llamamos a la unidad de los revolucionarios detrás de estos objetivos para evitar ser, una vez más, el furgón de cola de proyectos reformistas y que solo buscan maquillar un sistema corrupto que condena al hambre a la inmensa mayoría de peruanos. Los socialistas revolucionarios debemos plantarnos con claridad como una alternativa y proponer una salida de fondo, la única alternativa para Perú y para América Latina. Un Perú Socialista.
Eso sí sería apostar por un futuro diferente.