Crónica de mis dramas con la ujotacé
Por Lisbeth Moya González
Vengo de una familia de militantes comunistas. Mi madre, una pionera rural de las zonas más intrincadas de Villa Clara integró las filas de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) a la misma edad que yo: 14 años. El proceso de selección para su militancia fue riguroso. Pasó varios filtros, eran solo los mejores, los impecables, quienes formaban las filas de la organización vanguardia de la juventud cubana. Para mi abuela, el día en que le dieron el carné a mi madre significó un paso hacia el honor, hacia un estatus que le distinguía socialmente. Mi padre, por demás, fue dirigente campesino de la organización. Participó incluso de cierto Festival de la Juventud y los Estudiantes que se realizó en Cuba y viajó a la Unión Soviética como parte de una delegación de jóvenes militantes, miembros de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP).
En mi etapa de secundaria básica yo era una buena estudiante. Había ganado concursos de conocimiento, y ya en 9no grado, tenía todos los besos de la patria correspondientes y las menciones anuales de alumna más integral, pero no quería ser de la UJC. Cuando le dije a mis padres que me iban a dar el carné y no quería, me respondieron que en su tiempo eso era un mérito, que entendían mi postura, pero que aceptara, pues no debía «marcarme políticamente».
Mi marca política se demoró un poco, mas no tardó en llegar y no fue precisamente por disentir dentro de la UJC. Había tanta desorganización en esa organización que ni siquiera pude hacerlo. Con 15 años y un carné en la gaveta llegué al preuniversitario Eduardo René Chibás, de Placetas. Tengo recuerdos vagos de alguien preguntando quién era de la UJC en ese entonces, pero francamente el comité de base de mi escuela no existía. Nunca fui citada a reuniones, nunca supe siquiera quién era la persona al frente; tampoco fue una preocupación que me quitara el sueño, porque a esa altura, mis compañeros y yo no creíamos en UJC, ni partido.
La imagen adolescente que tenía de esas organizaciones eran consignas repetitivas y muchachos con camisas de cuadros a los que ni loca confiaría mis inquietudes políticas incipientes, porque no podía «marcarme políticamente». Tengo reminiscencias de la UJC en esa etapa organizando actos en los que me llamaban para ser maestra de ceremonias, porque desde niña era locutora de Radio Placetas. No se me olvida tampoco el acto de repudio que le organizaron a Antunez, un vecino disidente. Recuerdo también cuando desde sexto grado llevaban a los estudiantes más integrales al campamento de La Tatagua. Esos viajes fueron experiencias muy gratas. Lo que sí no queda en mi mente es que contaran conmigo para algo.
A esta altura me pregunto por qué no me acerqué yo en ese momento a la organización y traté de incidir, de participar. A los 14 o 15 años ya los que hicieron la Revolución estaban en la lucha. Por qué yo, que repetí hasta el cansancio que sería como el Che, no fui como él. Fue porque mi cabeza adolescente estaba harta de significantes vacíos: «revolución es sentido del momento histórico», «pioneros por el comunismo». Ya lo había dicho Silvio Rodríguez: «Nadie sabe qué cosa es el comunismo y eso puede ser pasto de la censura».
Llegué a la Universidad Central de las Villas con el carné de la UJC empolvado en una gaveta. Nuevamente pasaron preguntando quién era miembro de la organización y dudé en responder, pero lo hice. Alguna vez citaron a una reunión, pero no fue casi nadie. Escogieron al secretario de mi aula y desde entonces le perdí la pista a la ujotacé o la ujotacé me perdió la pista a mí.
Una oveja roja extraviada del rebaño
Yo no soy como el Che. El Che me puso la vara alta. El Che era un hombre de los sesenta de clase media, que le pudo dar la vuelta a Latinoamérica en moto. Yo nunca he tenido una moto, y si intento hacer un viaje como el suyo siendo mujer, es muy probable que termine siendo víctima de la trata de personas.
La UJC ha montado su discurso sobre paradigmas inalcanzables: Mella, Camilo, Che: hombres cisheteros los tres. Cuando llegué a la universidad empecé a leer a Marx, Engels, el Che, Fidel. Luego leí a Trotski, Clara Zetkin, Roza Luxemburgo, Alexandra Kollantai y más adelante vinieron los posmarxistas y luego los feminismos negros y decoloniales. Ninguno de esos autores vino de un círculo de estudio ni por recomendación de un secretario general, sino que llegaron de la mano de amigas y amigos que hice por el camino. En ese proceso y en contraste con la inexistencia de la ujotacé me hice comunista.
Sin embargo, en aquel entonces aún vivía en una burbuja bien resguardada por la comodidad del hogar de mis padres. Cuando me mudé a La Habana, a un barrio de Marianao, a una casa con un librero lleno de textos de marxismo, a un ambiente de personas politizadas que no eran de la ujotacé, me di cuenta de que las organizaciones políticas y de masa de mi país no eran comunistas. Y con esta sentencia no quiero decir que no haya comunistas dentro de esas organizaciones intentándolo.
Recientemente leí el texto: «Entre lo urgente y lo importante (o hacia el ojo del huracán)» publicado inicialmente por el secretario ideológico de la UJC en La Universidad de La Habana, Josué Benavides, en la Revista Alma Mater, posteriormente censurado y republicado en el blog La Tizza. Antes de referirme al texto les comento algunas vivencias.
El 11 de julio de 2021 varios universitarios fueron apresados. Otros muchos jóvenes —militantes o de la ujotacé— denunciamos el hecho y llevamos cartas al Ministerio de Educación Superior para que fueran liberados. La organización y algunos de la FEU visitaron a los implicados y con la mano en el pecho les decían «yo te entiendo compadre, pero nada se puede hacer» o «esto no te conviene». Sin embargo, la complicidad de la alta directiva de esas organizaciones con los órganos represivos, lejos de proteger a sus miembros, favorecieron el hostigamiento a sus familiares, amigos y compañeros de aula. Esto se aleja mucho de lo que una organización revolucionaria debería ser.
Actualmente los comunistas en Cuba también son censurados y perseguidos. Yo, siendo comunista, tuve que migrar de un país que se dice comunista por mis ideales. Tener una ideología que fonéticamente se parece a la del poder no te exime de disentir de él y sufrir las consecuencias. Incluso diría que, en un entorno autoritario como el cubano, hablar en un idioma parecido al de quienes dirigen te vuelve un problema mayor para el Estado. El discurso de «los que te atienden» comienza por «el camarada confundido» y termina en «el mercenario común pagado por el imperio».
Josué, el secretario de la ujotacé, fue censurado en Alma Mater, la revista oficial por excelencia de los universitarios, y que pertenece a la editorial de la propia UJC. En esa misma publicación, el entonces director Armando Franco se atrevió, después de mucha presión de la comunidad universitaria a publicar «Deudas», la entrevista a Leonardo Romero Negrín y Alexander Hall, universitarios apresados el 11J. A pesar de que el trabajo pasó todos los filtros y fue depurada de la mayoría de las injusticias cometidas con ambos, a pesar del tino de Franco y su equipo, a pesar del buen periodismo que estaban intentando hacer, dicho director fue reasignado a un nuevo cargo y casi todo su equipo se fue detrás de él.
En esa comunidad mal llevada que me gusta llamar «la izquierda crítica cubana» conviven militantes y no militantes de la ujotacé, que nos inventamos organizaciones y blogs que nunca llegan a funcionar del todo por el acoso de la seguridad del Estado cubana y por otros factores como la crisis económica cuya salida es la migración, además de porque a los poderes hegemónicos mundiales que habitualmente apoyan a la oposición cubana, tampoco les interesan los comunistas, sean del signo que sea.
No obstante, sí apuesto a la capacidad de no pocos jóvenes que están en una especie de tregua fecunda ahora mismo sin dejar de pensar y escribir sobre Cuba, aunque con la posibilidad de acción limitada. Esos jóvenes, militantes, no están en la ujotacé, se están yendo del país sin renunciar a sus posturas de izquierda, lo cual no sucede con algunos ex ujotaceanos, que resultan ser de la derecha más rancia cuando ponen un pie en el avión.
Otros de esos jóvenes están también en Cuba trabajando durísimo, pero la ujotacé no quiere «marcarse políticamente» a esta altura, en que los comunistas no están en el gobierno. Además del mea culpa por censurar a su secretario ideológico en el comité de la Universidad de La Habana —que no ha llegado y es posible que nunca llegue—, la ujotacé debería también dialogar de forma inclusiva y transparente con la militancia sin organización sobre las causas estructurales del actual modelo sociopolítico cubano, las que provocan los problemas enunciados en el texto de marras. Lo digo solo como un deseo utópico, pues no soy ingenua y sé que los mismos que censuraron el texto en Alma Mater, depurarían el rebaño disidente.
Una comunista sin ujotacé
Mi mayor dolor tras la migración fue el no saber cómo afrontar mi militancia estando fuera de Cuba. Esa también era mi mayor incertidumbre al partir. Estaba en el aire flotando la transformación de tantos que se decían comunistas dentro y que el primer supermercado los convirtió a la fe contraria. En cambio, a mí el supermercado me causó más preguntas del sistema capitalista macabro al que había llegado, que del que dejé atrás.
En mi búsqueda de alianzas y militancias, o al menos de gente con la que dialogar, tropecé con muchas organizaciones de izquierda. Supe de cómo las criminalizaban y perseguían y no pude dejar de hacer el paralelismo con una Cuba que también persigue los disensos. Cuba es Marte, decía al principio, pero no, Cuba es un país muy parecido al mundo, aunque el mundo no se le parezca.
Esas organizaciones me mostraron sus luces y sombras: sí, pueden manifestarse, trabajar con la comunidad, ser sociedad civil reconocida, pero a pesar de ser «los disidentes» en su contexto, y si bien existen organizaciones menos dogmamáticas, en su mayoría trotskistas, que han intentado acercarse al tema Cuba con una visión crítica, otras son estalinistas hasta la médula e idealizan la Isla con un fervor que les impide escuchar los males de su sistema político, aunque venga de la experiencia de una comunista. Ahí supe que los males de la ujotacé no son muy diferentes a los de parte de la izquierda foránea, y mi preocupación es que mientras nos entretenemos en la doctrina, el supermercado seguirá ejerciendo su magia.
Admiro y respeto el optimismo de militantes que han decidido dar la guerra desde adentro y creen en la posibilidad de reavivar una organización cadavérica. Yo realmente lo siento, he visto la película muchas veces, además, soy atea y no creo en el espiritismo, sino en el diálogo con los vivos. Un diálogo que, para ser fructífero, debe ser de igual a igual y sin pistola. Cuando sean un poco más como los jóvenes cubanos en toda su diversidad y menos como el Che, llámenme. Hay muchos que todavía intentamos hacer la Revolución.
Tomado de Jóven Cuba