Un nuevo acontecimiento trágico para el pueblo ecuatoriano nos sacude desde hace dos semanas las entrañas ante un nuevo caso de violencia estatal que, en este caso, produjo al menos, la desaparición forzada de 4 menores. Reproducimos a continuación la nota que nos hiciera llegar la reconocida abogada defensora de DDHH en nuestro país Adriana Rodríguez Caguana, en el que relata los detalles de la desaparición de Steven de 11 años, Nehemías de 15, Josué de 14 e Ismael de 15. Desde la LIS en Ecuador nos sumamos desde el primer día al reclamo por verdad y justicia y no abandonaremos este reclamo por este y por todos los casos que padecemos los sectores populares.
Por Adriana Rodríguez Caguana
La desaparición de los cuatro niños en Guayaquil ha conmocionado al país entero. Este suceso no es casual, ocurre en el contexto de la declaración del conflicto armado interno dictada por el presidente Daniel Noboa hace un año. Desde entonces, la zozobra de las familias más pobres, especialmente en las ciudades donde existen disputas territoriales entre organizaciones criminales, ha sido una constante.
La noche del 8 de diciembre de 2024, los hermanos Ismael y Josué Arroyo, de 15 y 14 años, Saúl Arboleda, de 15 años, y Steven Medina, de 11 años, desaparecieron después de jugar al fútbol en un barrio obrero del sur de la ciudad. Militares de la Fuerza Aérea Ecuatoriana (FAE) detuvieron a los menores a la fuerza, los golpearon y los obligaron a tumbarse en el suelo. Supuestamente, habían respondido a un llamado por un robo cometido por una ciudadana. Los 16 militares habrían trasladado a los menores hasta la zona de Taura, situada a más de 40 kilómetros al sur de la ciudad. Allí, cerca de una de las principales bases de la FAE, los habrían «liberado».
El padre de los hermanos Arroyo recibió una llamada de un hombre que afirmaba estar con sus hijos y puso a uno de ellos al teléfono, quien le dijo que los habían desnudado y golpeado. El padre llegó al lugar, pero no encontró a nadie. Taura es una zona de alta peligrosidad, debido a las disputas del crimen organizado.
Las organizaciones de Derechos Humanos alzaron la voz ante lo que consideraron una «desaparición forzada» y llevaron el caso ante los tribunales, solicitando un Habeas Corpus, el cual fue aceptado, y se determinó la responsabilidad estatal. Los militares no habían seguido el protocolo correspondiente. Inicialmente, el gobierno negó su participación, pero ante las pruebas, la admitió, aunque sostuvo que el suceso no podía considerarse un delito de lesa humanidad. El supuesto «robo» realizado por los niños no tiene registro alguno, y los militares no siguieron el camino de la justicia ni llamaron al 911.
Actualmente, la Fiscalía ha formulado cargos contra los 16 militares por desaparición forzada. Sin embargo, el caso dio un giro alarmante el 25 de diciembre, cuando los familiares de los menores acudieron a la morgue para proporcionar información que pudiera ayudar en la identificación de cuatro cuerpos calcinados encontrados en Taura, el mismo lugar donde fueron abandonados. Los cuerpos son irreconocibles, y sobre ellos recae la perversidad de una guerra. Si se confirma que los cuerpos calcinados son de los niños, nos encontraríamos ante una posible ejecución extrajudicial. La ONU ha emitido medidas cautelares para exigir al Estado respuestas en las investigaciones.
Ecuador es un Estado capitalista subdesarrollado, que actúa principalmente en defensa de los intereses de las clases dominantes. En este sentido, las Fuerzas Armadas se encargan de mantener el orden, pero también tienen un papel activo en la represión de las clases trabajadoras y racializadas, protegiendo la propiedad y los intereses económicos de las élites. Incluso si el robo existió, el protocolo para acusar a niños debió cumplirse en un Estado de derechos. No obstante, su omisión no es casual; obedece a un entramado militar y a un discurso de guerra que ha impregnado a la sociedad ecuatoriana.
La desaparición de estos menores es un claro ejemplo de violencia estatal estructural. Los cuerpos de los niños fueron parte de un aparato represivo que criminaliza a las clases trabajadoras y las ataca en su dolor más profundo: la pérdida de sus hijos. Ser trabajadores y afrodescendientes se ha convertido en una carga pesada en el contexto de guerra. Guayaquil, la ciudad más capitalista del país y con la mayor población afrodescendiente, refleja una profunda desigualdad. Es una ciudad marcada por lujos extremos y una pobreza brutal, lo que la hace vulnerable tanto al crimen organizado como a la exclusión social.
En la concentración del 23 de diciembre en Quito, que exigía la aparición con vida de los niños, mujeres de organizaciones afrodescendientes del Ecuador manifestaron que sus hijos ya no pueden salir de sus casas, pues temen a los militares y a la policía. El Estado actúa como una fuerza represiva que refuerza las desigualdades de clase, raza y etnia, creando una atmósfera de terror. La población afroecuatoriana sigue siendo estigmatizada y etiquetada por su condición de clase y etnia; cerca del 65% vive en la pobreza. Racismo y exclusión conviven en una sociedad que retrocede en derechos humanos, en medio de una guerra contra el crimen organizado. La criminalización de la juventud afrodescendiente es una realidad en las sociedades capitalistas, marcadas por relaciones raciales desiguales, que los perciben como presuntos criminales e invisibilizan las causas estructurales de la pobreza y la exclusión social.
El dolor de las familias de los niños desaparecidos de Guayaquil sacude un país consumido por el miedo y la desesperanza, pero que sigue con la consigna de Ayotzinapa ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!