El flamante libro de la activista y filósofa italiana Silvia Federici, “El patriarcado del salario, Críticas feministas al marxismo”, constituye una obra ineludible para quienes transitamos ambos cuerpos teóricos en pos de una propuesta anticapitalista y antipatriarcal Con el ánimo de fomentar su lectura, presentamos los problemas que postula, las novedades que introduce, los interrogantes teóricos que sugiere y nuestros señalamientos críticos en materia de estrategia política.
En una entrevista reciente, Federici señaló: “Empecé a entender que el desarrollo del capitalismo, como fue descrito por Marx, tenía que, no ya ser reescrito -porque creo que el trabajo de Marx es muy acertado y muy potente, además de muy útil para estos días, de hecho pocas cosas se podrían cambiar-, sino apuntar a otra historia que Marx no vio”. En ese sentido, el libro fundamenta histórica y teóricamente que el trabajo doméstico no constituye un resabio de la era precapitalista, sino una forma específica de relación social y económica construida por el capitalismo. O sea, una nueva forma de patriarcado, que creó la figura del “ama de casa” a través de la institucionalización de la familia nuclear. Según Federici, Marx no fue testigo de la creación del locus (lugar) doméstico, y sus trabajos se centraron en el proletariado industrial, al momento en que el empleo femenino alcanzaba un pico en las fábricas textiles.
Federici estudió la creación de una serie de políticas específicas. En su anterior libro, El Calibán y la Bruja, destacó lucidamente que en la Europa del siglo XVII las mujeres fueron expulsadas de la mayor parte de las ocupaciones que tenían fuera del hogar. Pero fue a mediados del siglo XIX cuando se produjo la expulsión de las mujeres de las fábricas mediante distintas leyes, la institución del matrimonio, el desarrollo del trabajo industrial en desmedro de la industria liviana y la creación del salario familiar que el capitalista le asigna al obrero varón. Así, el capitalismo le dio una nueva estructura a las relaciones patriarcales en función de sus fines sociales y económicos: un patriarcado en base al salario, donde las mujeres son las encargadas de reproducir la mano de obra por medio de la cual el capitalista obtiene su ganancia.
En ese esquema, Estado y capital controlan el cuerpo de las mujeres y se apropian de su trabajo creando una jerarquía laboral entre asariados y no asalariadas, y una naturalización de la explotación de la mujer. El varón se convierte así en el delegado de ese poder, porque el capital y el Estado le delegan el control de las mujeres para que cumplan con su nueva función productiva. Tales aportes son de suma importancia para fortalecer la lucha feminista.
Definir al trabajo doméstico
Según Federici, Marx no pensó la participación del trabajo doméstico en la producción de ganancia capitalista, sino que pensó la reproducción de la fuerza de trabajo a través de la adquisición de mercancías: el trabajador con su salario consume las mercancías y con ello garantiza su reproducción. Si bien Federici reconoce que Marx se ocupó mucho más que sus contemporáneos de la cuestión de la mujer, no realizó un análisis económico del trabajo doméstico (y según ella, el marxismo posterior tampoco lo hizo).
Sobre este punto, Federici no da precisiones sobre cuál es la relación entre el trabajo doméstico y el valor que se genera con la venta de determinada mercancía (realización de la plusvalía) ni cuál es el valor agregado que crea el trabajo doméstico. Si bien señala que produce al “trabajador mismo”, es difícil observar si el trabajo doméstico le añade valor a la mercancía-fuerza de trabajo o si simplemente la sostiene. Por eso muchas visiones marxistas entendieron al trabajo doméstico como esclavitud y no como producción capitalista, basándose en el capítulo de El Capital que Marx le dedica al “trabajo simple”, que produce únicamente valores de uso.
Tales ideas llevaron a estos marxistas a sostener que la fuerza de trabajo se vende a cambio de valores de uso con los cuales se satisfacen las necesidades humanas inmediatas, que, a diferencia de las necesidades del capital, son limitadas. Sin embargo, a la vez puede sostenerse que el trabajo que se vende en el mercado también tiene un valor de cambio, en función de la mano de obra sobrante y faltante en el mercado, constituyéndose en una mercancía como las demás.
Creemos importante establecer el vínculo entre el trabajo doméstico y la producción de ganancia, en pos de pensar las estrategias para un feminismo de base marxista. Pues pensar al trabajo doméstico como “la otra fábrica” o “cadena de montaje” en el circuito de producción de mercancías (como señala Federici) permite cuestionar algunos dogmatismos que contraponen la lucha de las mujeres con la lucha de clases, puesto que la condición de las mujeres en el trabajo doméstico es ahora entendida como una condición de explotación y no sólo de opresión.
A ello se le suma el problema real y concreto de que la gran mayoría de mujeres hoy trabajamos también fuera de nuestra casa. Esta cuestión está menos trabajada en la nueva obra de Federici, ya que el salario familiar sólo existió en momentos de expansión capitalista (tal como ella lo analiza desde mediados del siglo XIX, etapa de acumulación que terminó con la Iª Guerra Mundial) y en excepcionales estados de bienestar hoy ya derrumbados. Estas ideas renuevan el debate acerca de la centralidad de clase obrera en las tareas de emancipación de los sectores oprimidos y el rol de las mujeres en la misma.
Sobre el mito de la progresividad del capitalismo
Marx entendió al capitalismo como una etapa necesaria para luego llegar a una sociedad sin clases, gracias a la potencia productiva del capitalismo industrial. Según Federici, esta “limitación” marcó el desarrollo de las teorías y luchas marxistas centradas en la fábrica y casi siempre “magnetizadas por el fetichismo tecnológico”. Así, le atribuye a Marx una visión desarrollista y expande esa crítica al marxismo por completo (pág. 67), lo que nos parece una visión incorrecta.
Desde nuestro punto de vista, más que una esperanza tecnológica, Marx se enfrentó al problema del desarrollo desigual del proletariado industrial, lo que lo llevó a suponer la necesidad de un largo período de desarrollo capitalista para crear la agencia revolucionaria: la clase obrera.
De más está decir que esta visión quedó descartada tras la Revolución Rusa, que no precisó del desarrollo capitalista y culminó el gran divorcio del marxismo entre reformistas y revolucionarios. Por esa razón no es necesariamente justo sostener que el marxismo en su conjunto le adjudique un carácter “liberador” al desarrollo capitalista.
Por otro lado, Federici menciona en su nuevo libro que Marx, en sus últimos trabajos, “reconsideró su perspectiva histórica y luego de leer sobre las comunidades igualitarias matrilineales del noreste del continente americano, empezó a replantearse su idealización del desarrollo capitalista industrial y a apreciar el poder de las mujeres” (pág. 67). De allí se desprende que la postura de Marx no es el problema que nos compete, sino las lecturas marxistas que le atribuyeron al trabajo industrial la capacidad de liberar a las mujeres del yugo doméstico, cosa que no ocurrió y que por supuesto Federici cuestiona. Sobre este punto, caben algunas ideas.
¿Qué hacer con el trabajo doméstico?
Federici forma parte de la “Campaña salario para el trabajo doméstico”, impulsada por la fundación International Feminist Collective, con centro en Italia. La autora aclaró que se trata de una campaña para visibilizar el “trabajo invisible”, ya que el salario doméstico no es un fin en sí (pues al fin y al cabo toda relación salarial supone un marco de explotación). Creemos que puede ser una consigna transicional, ya que el capitalismo no podría sostenerse si debiese cuantificar y pagar el trabajo doméstico. Si bien Federici no dio precisiones sobre su implementación, agregó que los salarios para el trabajo doméstico se podrían obtener también a través de todo un abanico de prestaciones y servicios que permitieran el reconocimiento de las actividades domésticas.
Al respecto, la única experiencia conocida en la historia se produjo durante una clara ruptura de las relaciones de producción capitalistas: la Revolución Socialista de Octubre, que avanzó en la socialización de las tareas domésticas a través de la creación de guarderías, comedores comunitarios, lavaderos y otros servicios. Entonces, si Marx “no vio” la historia desde el punto de vista de las mujeres, cabe al menos preguntarse si sus sucesoras en algún momento lo hicieron.
Sobre este punto es válido cuestionar si las revolucionarias de Octubre disponían o no de una teoría acerca del valor del trabajo doméstico, ya que centraron sus aportes en la mujer trabajadora, debido a la necesidad de polemizar con feminismo liberal. Pero ello no les impidió analizar el rol del trabajo doméstico en la economía, aunque no les podemos exigir las mismas categorías analíticas que tenemos hoy.
Alejandra Kollontai, en su escrito El comunismo y la familia (1912), desarrolló un apartado titulado El trabajo industrial de la mujer en el hogar señalando que “hasta el propio Estado podía beneficiarse un tanto de las actividades de la mujer como ama de casa” y que así “la ‘mujer de su casa’ contribuía a aumentar en su conjunto la prosperidad económica del país”. Si bien se centró en la producción de distintas mercancías en el hogar y no señaló la producción de la mano de obra, su aporte es innegable. Pero además, para las y los revolucionarios de Octubre fue imposible pensar a la mujer fuera de la clase trabajadora, ya que éstas no sólo fueron las que encendieron la mecha de tamaña revolución, sino porque además entendían que la participación de las mujeres en las fábricas las llevaría a una experiencia colectiva, imposible de organizar en la esfera privada del hogar.
Esta política difiere diametralmente de la señalada por Federici, que cuestiona que el sujeto revolucionario sea la clase trabajadora y propone “luchar de manera autónoma, comenzando por nuestro propio trabajo en el hogar como ‘centro neurálgico’ de la producción de la fuerza de trabajo” (pág. 109). A su vez, citando a Holloway en su libro Cambiar el mundo sin tomar el poder, ella condice la idea de que una dictadura del proletariado, concretada en una forma de Estado, correría el riesgo de convertirse en la dictadura del sector blanco/masculino de la clase obrera (pág. 110). Sobre estas ideas somos profundamente críticas y alternativas, por varias razones.
En principio, Holloway plantea problemas estratégicos de envergadura, pues nuestra visión supone la integración de tareas democráticas a las tareas anticapitalistas que los y las trabajadores somos capaces de llevar adelante por nuestra ubicación estructural en los medios de producción (y no por ninguna condición esencial), y que no finalizan en la “dictadura del proletariado”, sino que buscan un carácter permanente para toda revolución. Y asimismo, tenemos la firme convicción de que es imposible cambiar el mundo sin sacar del poder a quienes se han apropiado y se benefician ilegítimamente de él: la clase burguesa.
Además no creemos se pueda dar una “lucha autónoma” separada de otros conjuntos sociales, porque nadie es solamente mujer, y porque no creemos que el trabajo doméstico nos dote de fuerza colectiva ni que las mujeres seamos únicamente amas de casa. Razón por la cual la nueva ola feminista internacional está retomando la metodología del paro, de la huelga como estrategia de lucha, y paro de todos los trabajos que realizamos: el doméstico y el asalariado, contra el patriarcado y contra el capital, con sus respectivas trincheras. La destrucción revolucionaria de todas las formas de explotación y opresión es nuestro principal desafío. Y por eso somos feministas anticapitalistas.
Caro Dome