Mick Armstrong, Socialist Alternative de Australia
El debate más importante y duradero en la izquierda es entre las políticas revolucionarias y las reformistas. Se remonta al menos hasta el debate del siglo XIX en el Partido Socialdemócrata Alemán cuando Rosa Luxemburgo, en Reforma o Revolución, demolía los argumentos de Edward Bernstein. Bernstein planteaba que el partido abandonara su compromiso de tirar el capitalismo y en lugar de ello sólo luchara por reformas dentro del sistema, con la leve esperanza de que el socialismo eventualmente llegaría.
Este debate se ha agudizado recientemente con el surgimiento de corrientes reformistas asociadas con el líder laborista británico Jeremy Corbyn y los Socialistas Demócratas de América y la revista Jacobin, que ha popularizado la visión reformista de Karl Kautsky, el líder teórico del socialismo antes de la Primer Guerra Mundial.
Algunos reformistas aceptan que la revolución es necesaria en dictaduras contemporáneas como Arabia Saudita. El verdadero debate es sobre la revolución en Occidente. Un argumento estándar es que los revolucionarios están obsesionados con repetir la experiencia de la Revolución Rusa, los soviets y la insurrección, en un mundo que ha avanzado. Señalan que Rusia era un país campesino empobrecido bajo una dictadura semifeudal en la que los sindicatos eran ilegales y no existían partidos reformistas fuertes. Las cosas no son así en el capitalismo occidental. Tenemos democracia parlamentaria y legalidad y enfrentamos diferentes desafíos. Por ejemplo, Vivek Chibber, editor de Catalyst, la revista teórica asociada con Jacobin, argumentó en un artículo de 2017 llamado «Nuestro camino al poder»:
“Hoy, el estado tiene una legitimidad infinitamente mayor con la población que los estados europeos hace un siglo. Además, su poder coercitivo, su poder de vigilancia y la cohesión interna de la clase dominante le dan al orden social una estabilidad que es un orden de magnitud mayor que el que tenía en 1917.”
“Nuestra perspectiva estratégica tiene que minimizar la centralidad de una ruptura revolucionaria y navegar por un enfoque más gradualista. En el futuro previsible, la estrategia de izquierda debe girar en torno a la construcción de un movimiento para presionar al Estado, ganar poder dentro de él, cambiar la estructura institucional del capitalismo y erosionar el poder estructural del capital, en lugar de atacarlo. Esto implica una combinación de políticas electorales y de movilización.”
De forma similar, el grupo Pan y Rosas en los Socialistas Democráticos de América «rechaza una estrategia de insurrección que busca equivocadamente adoptar un modelo de condiciones históricas muy diferentes y aplicarlo a nuestra situación actual».
Primero aclaremos algunas pistas falsas. Podemos extraer lecciones vitales de la Revolución Rusa, pero nadie argumenta seriamente que la revolución en Occidente sería una copia de carbón. Vladimir Lenin y Leon Trotsky, los líderes más destacados de Rusia, entendieron que una revolución en Occidente tendría que vencer la oposición de las burocracias y los partidos reformistas como el ALP, que se uniría a los capitalistas y trataría de sabotear cualquier levantamiento de la clase trabajadora.
Esto llevó a Lenin y Trotsky, y a los marxistas occidentales como el comunista italiano Antonio Gramsci, a remarcar la necesidad de construir un partido revolucionario de masas claro y determinado para que hubiera alguna esperanza de superar estos obstáculos.
Chibber afirma que la cohesión de la clase dominante y el inmenso poder del Estado capitalista y su aparato represivo hacen imposible una revolución. No hay duda de la capacidad represiva de los Estados occidentales. Basta con mirar la represión asesina que el Estado francés, un supuesto bastión de la democracia, desató para aplastar el movimiento de los chalecos amarillos.
Según Chibber, «el enfoque más gradualista de construir un movimiento que presione al Estado» y ganar lugares en el parlamento evitará este problema. Sin embargo, cualquier movimiento que amenace al gobierno capitalista enfrentará una ofensiva en una escala que haría que el asalto de la policía antidisturbios francesa contra los chalecos amarillos parezca un juego de niños. La verdadera pregunta es, ¿qué harían cuando un movimiento de masas se enfrente a la represión?
¿Intentarían ampliar la lucha y bogar por acciones de masas como una huelga general? Eso podría ser un desafío directo para los capitalistas. Para tener alguna esperanza de victoria, tendrían que haber construido un partido revolucionario preparado para luchar por el poder de los trabajadores. No se puede crear un partido de este tipo al construir una organización que se adhiere a una estrategia reformista y no cree que los trabajadores pueden y deben tomar el poder.
¿Se retirarían ante la represión estatal y aceptarían la derrota? Retirarse, o no dar una ventaja decisiva, ha sido el enfoque reformista estándar. Explica por qué se han saboteado tantas oportunidades para que los trabajadores desafíen al capitalismo, como mayo de 1968 en Francia o Chile en la década de 1970.
Los reformistas no tienen respuesta al inmenso poder del Estado. Intentar usar el parlamento para socavar partes centrales del aparato opresivo no funcionará. La clase dominante no está llena de idiotas ingenuos. No les permitirán purgar la burocracia estatal, desarmar a la policía, despedir a los generales y disolver el ejército solo porque hayan ganado una elección.
Algunos reformistas argumentan que necesitamos movimientos de masas en las calles y lugares de trabajo para respaldar a un gobierno de izquierda. Ha habido muchos gobiernos de izquierda, pero incluso el más radical de ellos nunca presionó para abolir el capitalismo. Una vez en el cargo, reconocieron que era imposible reformar el sistema hasta que deje de existir. Habiendo rechazado la revolución, temían convocar a las masas porque eso podría haber provocado arrebatos revolucionarios que los reformistas no puedan controlar. Necesitamos movilizaciones masivas, no para respaldar a dichos gobiernos, sino para ir más allá de ellos.
Hay otro problema con el argumento de Chibber: la estrategia de construir gradualmente la organización de la clase trabajadora y ganar las elecciones parlamentarias se basa en ideas poco realistas sobre la conciencia de la clase trabajadora.
La conciencia de la clase trabajadora puede avanzar en la lucha de masas. Las luchas son vitales para que los trabajadores ganen confianza en su capacidad para dirigir la sociedad. Desechan actitudes de servilismo, apatía y prejuicios reaccionarios. El socialismo debe ser creado conscientemente por la acción colectiva de millones de trabajadores en el transcurso de las luchas revolucionarias. Pero tales ascensos son inherentemente episódicos y no se pueden programar convenientemente para que se ajusten a las fechas de las elecciones.
Los levantamientos masivos conducen a niveles crecientes de confrontación con el orden capitalista y pueden conducir a la formación de consejos de trabajadores, una forma alternativa de poder. Los consejos de trabajadores son más democráticos que cualquier parlamento. Los miembros de un parlamento capitalista son electos por varios años a la vez. Los votantes no tienen voz sobre lo que hacen y no pueden revocarlos hasta años después. Votar en las elecciones parlamentarias es una actividad pasiva, que no requiere que los trabajadores sean participantes activos para determinar su propio futuro. En los consejos de trabajadores, los delegados están directamente sujetos a la voluntad de los trabajadores que los eligieron y pueden ser reemplazados en cualquier momento, lo que refleja cambios rápidos en la conciencia política. Los propios trabajadores debaten y llevan a cabo las decisiones de estos cuerpos revolucionarios. Solo la lucha de masas puede crear nuevas instituciones revolucionarias y democráticas. Esa lucha debe terminar con aquellas instituciones y derrocar al Estado capitalista para que la clase trabajadora tome el poder y reorganice la sociedad.
El caso de Chile, donde el gobierno de coalición de la Unidad Popular de Salvador Allende fue derrocado por un golpe militar en 1973, demuestra bien los problemas asociados con el enfoque reformista de Chibber. Chile no era una dictadura autoritaria. Tenía una historia de democracia parlamentaria más larga que muchos países occidentales. Había partidos reformistas de masas y una poderosa burocracia sindical.
El programa de Allende era relativamente modesto. No pretendía abolir el capitalismo, lo cual dejó claro en varias ocasiones. Sin embargo, al año de asumir el poder, su gobierno enfrentó ataques feroces de la clase dominante.
En dos conferencias importantes, la Unidad Popular debatió su respuesta al asalto de la clase dominante. La coalición estaba compuesta por media docena de partidos, algunos de los cuales estaban divididos internamente. La derecha, para ganarse la confianza de la burguesía, desaceleró el ritmo ya limitado de la reforma. El ala izquierda argumentó aumentar el ritmo de la reforma. Pero estos reformistas más izquierdistas todavía se centraron en la acción del gobierno en lugar de la movilización de la clase trabajadora. Buscaron un enfoque de arriba hacia abajo, en lugar de la acción consciente de los trabajadores para luchar por su propia liberación. Parecían pensar que parte del poder del Estado ya había sido conquistado. Nadie expresó preocupación por el ejército y la policía. Estaban en un completo shock.
La derecha ganó la discusión dentro del gobierno, que usó a los militares para tomar medidas contra las movilizaciones de los trabajadores.
Los trabajadores respondieron distinto a la izquierda en Unidad Popular. En julio de 1972, los trabajadores de una serie de fábricas formaron organizaciones independientes, los cordones: comités de trabajadores electos democráticamente. Allende atacó los cordones como «una irresponsabilidad», porque su gobierno supuestamente representaba los intereses de los trabajadores.
Esto ilustra un problema clave con proyectos reformistas. Contraponen lo que los líderes reformistas hacen en el parlamento a la acción de las masas. Y la acción parlamentaria siempre tiene prioridad. Cuando esos dos enfoques chocan, como están obligados en tiempos de gran agitación, los líderes reformistas les dicen a las masas que desistan.
En octubre de 1972, la clase dominante agudizó su ofensiva con una huelga de los jefes de la industria camionera. Estaban respaldados por propietarios de fábricas, que intentaron sabotear la producción, y por profesionales de clase media.
Los trabajadores inmediatamente se pusieron en acción. Se apoderaron del transporte, establecieron «comités de vigilancia» en las fábricas para mantener la producción y obligaron a los supermercados a reabrir. Los cordones se extendieron rápidamente y exigieron la nacionalización de las fábricas. Los trabajadores organizaron la distribución de alimentos y suministros y se hicieron cargo de la producción. Los trabajadores de salud mantuvieron los hospitales funcionando ante la huelga de médicos. Los grupos de autodefensa se organizaron contra los ataques de grupos fascistas.
Al adoptar una postura tan radical, los trabajadores inspiraron y atrajeron a otros sectores oprimidos de la población. Se estaba desarrollando una revolución. Pero sin un partido socialista revolucionario fuerte con un programa claro, el potencial de este movimiento para tomar el poder no alcanzó.
La generalización de las ideas revolucionarias a partir de luchas específicas, incluso las objetivamente revolucionarias, no surge espontáneamente. La actividad de los trabajadores puede avanzar mucho más rápidamente que su conciencia política. La lógica de su lucha puede llevar a los trabajadores a establecer órganos de «doble poder», como los cordones. Pero eso no lleva inmediatamente a que los trabajadores concluyan en que tienen que hacer a un lado a los líderes reformistas y tomar el poder. Necesita la intervención de socialistas revolucionarios que puedan dar a estas acciones objetivamente revolucionarias un marco que permita a los trabajadores derrocar al capitalismo.
Los partidos reformistas en Chile hicieron todo lo posible para evitar ese desarrollo político. Allende apostó el futuro de su gobierno en controlar a la clase trabajadora e implementar su programa en colaboración con la mayoría de los capitalistas. Allende respondió a la insurgencia de los trabajadores incorporando generales a su gabinete. El ejército se liberó para recuperar las fábricas que los trabajadores habían tomado.
Hubo una resistencia fuerte. Los cordones formaron un Comité Coordinador, un salto cualitativo en el liderazgo de la lucha. Luego, en respuesta a un intento de golpe militar, los trabajadores explotaron. Se tomaron más lugares de trabajo y los trabajadores fabricaron armas en ellos. Estaban listos para una lucha decisiva. Los cordones, las organizaciones sobre las cuales se podría construir un nuevo Estado obrero, ya existían.
En ese momento, el enemigo de la revolución era el reformismo. El reformismo significa el compromiso con la defensa del Estado capitalista existente, a expensas de liberar a la humanidad de la explotación y la opresión.
Los trabajadores chilenos necesitaban una dirección revolucionaria clara para enfrentarse a los reformistas, una dirección con raíces en la clase trabajadora para aprovechar el momento. Pero en una crisis revolucionaria, si no hay un liderazgo claro, todo está perdido. El resultado en Chile fue un golpe sangriento que asesinó al menos a 30,000 personas. Los líderes obreros más valientes fueron detenidos, torturados y asesinados. Los patrones querían aterrorizar a toda una generación por haber desafiado al gobierno capitalista.
Los reformistas fueron los culpables de esta terrible derrota. Desarmaron políticamente a la clase trabajadora y la dejaron indefensa ante el golpe. No solo en Chile los reformistas han hecho todo lo posible para sabotear las luchas potencialmente revolucionarias. Solo unos años antes, el Partido Comunista de Francia jugó un papel similar en Mayo de 1968.
Los revolucionarios no pueden hacer que se produzca una convulsión revolucionaria. Surgen cuando una profunda crisis en el sistema provoca que los trabajadores entren en lucha. Al comienzo de esa lucha, la mayoría de los trabajadores no verá sus acciones como un desafío directo al capitalismo. Pero a medida que se desarrolla la lucha, y en respuesta a los ataques de la clase dominante, el movimiento puede extenderse, creando más huelgas, más ocupaciones en el lugar de trabajo e incluso una huelga general.
Los trabajadores militantes pueden establecer organizaciones democráticas como los cordones para coordinar la lucha. Así emerge una situación de doble poder. La tarea de los revolucionarios es llevar esa lucha al límite; para combatir los argumentos de los reformistas e intentar ganar el liderazgo de los comités de trabajadores y convencer a los trabajadores de que estos comités deberían tomar el poder.
Derrocar al orden capitalista puede parecer una tarea desalentadora. Pero no hay opciones más fáciles. El enfoque reformista no ofrece salida, y los reformistas simplemente apoyan el orden existente. La revolución socialista es el único camino a seguir para la humanidad.
Debido al poder de los estados capitalistas occidentales, es probable que las revoluciones socialistas ocurran primero en los eslabones más débiles del sistema mundial, como en Sudán recientemente. Pero el éxito en un país puede inspirar revueltas en otros lugares. Las revoluciones vienen repetidamente en oleadas, comenzando tan pronto como las revoluciones de 1848, continuando a través de las revueltas de finales de la década de 1960 y, más recientemente, las revoluciones árabes.
En 1917, Rusia era el eslabón débil. La revolución allí inspiró una ola de revueltas que se extendió por Europa y gran parte del resto del mundo. Hoy vivimos en un sistema capitalista mundial aún más integrado que en 1917. Esto aumenta el potencial de que las revoluciones se propaguen rápidamente.
La tarea de los socialistas es construir una organización que pueda intervenir en las luchas y empujarlos hacia adelante para ayudar a sentar las bases de un partido revolucionario que pueda ser decisivo en futuras revueltas. Debemos ser claros en cuanto a los argumentos contra el reformismo, que en todas sus numerosas variedades ayuda a mantener el dominio de los ricos y poderosos.