Génesis proletaria. Aproximación al estudio de los orígenes del Primero de Mayo, allá y aquí

Compartimos a continuación este material de estudio histórico, de los orígenes de las luchas de la clase obrera, elaborado por el periodista Herman Schiller, a quien le agradecemos su contribución en este nuevo 1° de Mayo; día de lucha de la clase obrera.

La mayoría de los autores que escribieron historias del movimiento obrero argentino coinciden en destacar que la primera huelga producida en el país tuvo como eje a los tipógrafos en 1878.

Sin embargo no fue así, ya que varios años antes se registraron otros pronunciamientos similares, quizás no tan relevantes para la historiografía proletaria, pero cuya significación no puede desconocerse teniendo en cuenta la época.

En 1855, por ejemplo, apenas tres años después de la caída de Rosas, las coristas del Teatro Argentino (actividad que estaba enmarcada por el prejuicio inclusive en ámbitos de avanzada) encabezaron el primer movimiento de protesta reclamando una función anual en su beneficio.

Les siguieron los lancheros de la Boca que, en 1871, ante la intención patronal de rebajar sus salarios, decidieron levantar sus remos.

A partir de entonces los obreros comenzaron a forjar sus organizaciones.

Los talabarteros, a mediados de 1874, entre otros tantos sectores laborales, se reunieron en el Teatro Alcázar
ubicado al 800 de la calle Victoria (hoy Hipólito Yrigoyen) entre Piedras y Tacuarí–; allí intentaron construir su «unión profesional», pero la asamblea concluyó en una verdadera batalla campal.

Los trabajadores hacían así sus primeras experiencias organizacionales, y varios nucleamientos
antes y después de los talabarteos— consiguieron superar sus contradicciones internas y sus enfoques antagónicos, conformando sus respectivas estructuras gremiales: la Internacional de Carpinteros, Ebanistas y Anexos, en 1855; los panaderos, en 1856; y los obreros ferroviarios que crearon La Fraternidad en 1877.

De cualquier manera es cierto que la fecha clave en la génesis del proletariado organizado de la Argentina es el citado 1878, cuando una imponente asamblea de » mil y tantos tipógrafos» (de acuerdo al testimonio del. escritor Rafael Barreda) decidió «insistir nuevamente ante los propietarios de diarios y regentes de imprentas para que aceptasen las nuevas tarifas, ya que, en caso contrario, se produciría la huelga».

Pero la patronal no se avino al aumento de «tarifas» (que, en el lenguaje de esos tiempos, equivalía a «sueldos» o » salarios»); y los tipógrafos, ante la ira y el escándalo de las clases altas, iniciaron la huelga el 2 de setiembre de ese año.

Sobre aquellos protagonistas de la lucha, Roberto Payró (el conocido autor de «Canción trágica», «El triunfo de los otros» y «Cuentos de pago chico») escribió:

«El gremio tipográfico bonaerense no fue nunca una masa inerte, manejada a capricho, sino la clase más independiente y levantisca que haya existido en nuestra Capital…Entusiastas y arrebatados, del taller pasaron al comité, a las manifestaciones, a los atrios, y muchas veces, en la imprenta, con el cañón apoyado en el burro, componían con el fusil al alcance de la mano, y luego dormían junto a las cajas, prontos a impedir con su sangre un empastelamiento… Todavía me parece estarlos viendo, a la puerta de las imprentas, como apretado enjambre, a la hora de entrar al taller, a la hora de salir del trabajo, bulliciosos y juguetones, con el chambergo puesto de tal forma que resultaba un distintivo, comentando, afirmando, proclamando sus ideas en los días de agitación…»

Las expresiones de Payró (1867-1928) resultaron un aliciente para los trabajadores, que se mantuvieron firmes y combativos durante unos cuarenta días, mientras los sectores hegemónicos no disimulaban su fastidio.

Códigos burgueses y luchas obreras

Dalmacio Vélez Sarfield (1800-1875), el famoso autor del Código Civil (organizador además del Banco de Buenos Aires, asesor del gobierno en cuestiones económicas y coautor del Código de Comercio), llegó a decir en el matutino El Nacional de esos días que la huelga era «una irrupción de ferechos exagerados que no se podía admitir porque significaba contemporizar con esas exageraciones, lo que importaba subvertir las reglas del trabajo», agregando algo que parece escrito 143 años después por los epígonos del neoliberalismo contemporáneo: «El socialismo usa las huelgas como instrumento de perturbación, pero el socialismo no es una necesidad en América».

Mientras duró la huelga de los tipógrafos, los diarios «más importantes» se vieron obligados a reducir su material de lectura no obstante haber apelado a los empleados administrativos y alguno que otro «crumiro» (carnero en el idioma de aquellas etapas). Los diarios «menos importantes» dejaron de publicarse.

Los trabajadores no pudieron ser doblegados tampoco por la represión policial (esta institución perversa del sistema que, pese a los cambios generacionales y a la modernización de los uniformes, siempre fue sinónimo de crimen, tortura, robo, corrupción y, sobre todo, sostenimiento de la injusticia social.

Los patrones, además, tropezaron con la solidaridad obrera internacional al intentar contratar tipógrafos en Uruguay. El propio Rafael Barreda testimonió que «el gremio de tipógrafos de Montevideo, a cuyo esfuerzo quisieron recurrir algunas empresas, calificó la huelga de trascendental, adhiriendo a ella y prometiendo que, a pesar de las muchas solicitudes, «ningún proletario uruguayo traicionará a sus camaradas argentinos».

La huelga, ante la energía revelada por los trabajadores, resultó finalmente victoriosa.

Los patrones, para impedir el descalabro económico que se avecinaba, decidieron otorgar el aumento de salarios reclamado, así como también rebajar la jornada laboral a 10 horas en verano y 12 en invierno.

Génesis del 1° de Mayo

El 1º de mayo de 1886 alrededor de 200.000 trabajadores norteamericanos iniciaron una huelga para exigir las ocho horas de trabajo.

El movimiento fue muy combativo y el New York Times, en el mejor estilo de La Prensa y La Nación de Buenos Aires de entonces, salió a repudiar la medida con estas palabras:

«Las huelgas, para obligar al cumplimiento de la jornada de ocho horas, pueden hacer mucho para paralizar la industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad del país, pero no podrán lograr su objetivo».

La amenaza del diario supuestamente progresista se cumplió enseguida y la policía disparó sobre los manifestantes con el saldo de varios muertos.

Dos días después se produjeron nuevas masacres, especialmente en la fábrica de maquinaria agrícola McCormick de Chicago, donde la policía disparó a mansalva, dejando otro tendal de muertos y heridos.

La indignación popular fue creciendo y el anarquista de origen alemán August Spies, director del periódico Chicago Arbeiter Zeitung (Diario de los Trabajadores de Chicago), frente a la terrible visión de la sangre derramada, hizo imprimir en inglés y alemán la circular que, en sus párrafos clave, decía lo siguiente:

«Trabajadores, a las armas. Venguemos a los muertos. Los amos han soltado a sus sabuesos, la policía. Mataron a seis de nuestros hermanos en la fábrica McCormick esta tarde. Los mataron porque osaron pedir que se acorten sus horas de trabajo. Durante años han soportado las humillaciones más abyectas; durante años han sufrido enormes iniquidades; han soportado el aguijón del hambre; han sacrificado a sus hijos al señor de la fábrica; en síntesis, han sido esclavos miserables y obedientes todos estos años. Por qué? Para qué? Para satisfacer la codicia insaciable, para llenar los cofres del amo haragán y ladrón. Cuando le piden ahora que alivie sus cargas envía sus sabuesos a disparar sobre ustedes. Si son ustedes hombres, si son hijos de los grandes que los engendraron y que derramaron su sangre para libertarlos, se levantarán con toda la fuerza de Hércules y destruirán al odioso monstruo que trata de destruirlos. !A las armas! !A las armas! La guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormick, han fusilado a los trabajadores. Su sangre pide venganza. Si se fusila a los trabajadores respondamos de tal manera que nuestros amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad la que nos hace gritar: !A las armas! !A las armas!»

Los actos y movilizaciones se sucedieron. Y miles de trabajadores salieron a la calle para exigir las ocho horas y la humanización del trabajo.

En forma extraña murió un policía, nunca se supo cómo, y por supuesto rápidamente detuvieron a ocho anarquistas a los que se responsabilizó por esa muerte.

Pero el régimen no se contentó sólo con esas detenciones.

También se produjeron centenares de allanamientos. Los veinticinco integrantes del Chicago Arbeiter Zeitung, igual que los suscriptores del periodico cuya lista capturó la policía, fueron a parar a distintas cárceles.

En total fueron más de mil los arrestos, pero el tinglado central ae montó en los tribunales. El juicio, la selección del jurado y todo el desarrollo de la «causa» conformaron una de las tantas farsas leguleyas de la burguesía. El objetivo era condenar al anarquismo y al movimiento obrero. Y, pese a la masiva protesta mundial, fueron asesinados en la horca en Chicago, August Spies, Adolph Fischer, George Engel y Albert R. Parsons.

La monstruosidad jurídica se consumó. El juez, de apellido Gary, denegó la apelación; y en el tribunal, donde los condenados tuvieron oportunidad de pronunciar discursos en contra del capitalismo y la explotación, uno de ellos, George Engel, fundador del grupo anarcosindicalista Northwest, señaló, entre otros conceptos:

«En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos pocos amontonan millones, otros viven en la degradación y la miseria
(…). No combato individualmente a los capitalistas, sino al sistema que produce sus privilegios. Desprecio el poder de un gobierno inicuo. Desprecio a sus policías y a sus espías».

Uno de los presos, Louis Lingg, que también había sido condenado a muerte, no llegó al patíbulo porque fue asesinado en su celda.





El crimen indignó a la clase trabajadora de todo el mundo, generando al mismo tiempo un despertar de la conciencia sobre el estado de sumisión en que se encontraban los explotados.

Tres años después, en 1889, se reunió en París un Congreso Obrero y Socialista Internacional, al que asistieron delegaciones de 21 países. Allí participó un representante de la Argentina, Alejo Peyret, maestro de origen francés que abrazó la causa del socialismo.

El Congreso, «para recordar a los mártires de Chicago», adoptó el Primero de Mayo como «jornada internacional de los trabajadores» y, además, decidió que, en cada lugar, «habrá manifestaciones de acuerdo a las condiciones impuestas en cada país».

Pocos meses más tarde, el 30 de marzo de 1890, se reunió en Buenos Aires un nutrido grupo de trabajadores para preparar el Primero de Mayo en la Argentina. La iniciativa partió del club alemán Vorwaerts y la comisión organizadora estuvo integrada por José Winiger (que era suizo), Guillermo Schulze, M. Jackel, Augusto Kuhn y Gustavo Nocke.

En la reunión hubo coincidencias en denunciar la explotación de los trabajadores y el carácter oligárquico del gobierno.

En aquel 1890 el país estaba hegemonizado por una elite de clase alta que rofeaba al presidente Juárez Celman, en cuyas manos se concentraba el poder.

Algún sector de la burguesía no disimulaba su temor por los peligros que decía correr la propiedad privada. Y, cuando el senador
Aristóbulo del Valle denunció desde su banca que el gobierno había lanzado emisiones clandestinas de papel moneda, esa misma burguesía entró en pánico y se lanzó a convertir su dinero en oro.

Frente a este panorama, los trabajadores reunidos opinaron que era necesario robustecer la incipiente organización sindical de la clase obrera y realizar el Primero de Mayo un gran «mitin» (el vocablo «acto» todavía no estaba muy difundido), en cumplimiento de las resoluciones de París.

Todas las discusiones fueron ardorosas y prolongadas. Los anarquistas se opusieron a todovformalismo; y algunos de ellos sostuvieron que todas las propuestas presentadas. –mitines, manifestaciones, etc.–, eran completamente inútiles, que no conducirían a nada, y que se debía recurrir a la fuerza como único medio para llegar a la emancipación del proletariado.

Las controversias fueron subiendo de tono. Y los obreros más cercanos al socialismo que al anarquismo, o sea aquellos trabajadores que entonces pensaban en términos más reformistas que revolucionarios, opinaron que no debía abandonarse la lucha para lograr leyes que mejoraran la situación de los obreros.

Aceptada la celebración del Primero de Mayo por mayoría y aclamación, se decidió realizar mitines obreros en Buenos Aires y en las ciudades donde hubiera condiciones para ello.

La reunión nombró en forma democrática una comisión organizadora a la que se dio el nombre de Comité Internacional Obrero, compuestpor tres delegados de cada organización adherida.

Esta comisión, además de comenzar de inmediato la configuración del mitin, dio a conocer un manifiesto, fijando el carácter socialista y de lucha de esta jornada.

Los discípulos de Marx

Y llegó el Primero de Mayo de 1890. La gran burguesía no ocultaba su estupor y su miedo. Aquí y en muchas partes.

Enrique Ortega, un periodidta burgués, escribió lo siguiente en La Prensa de Buenos Aires, el 30 de abril fe 1890:

«Asusta ver la actitud de ese elemento obrero de Europa antera, y en especial de Alemania, Inglaterra, Italia y Francia, países llenos de aspiraciones y esperanzas (…). El anuncio de una huelga general en el Viejo Continente, organizada para el Primero de Mayo próximo, no deja de preocupar a los hombres que manejan la cosa pública».

Estas palabras de La Prensa de los Paz reflejaban la desesperada expectativa con que las clases dominantes del mundo advertían el desarrollo del movimiento obrero y de sus luchas.

Por su parte, La Nación de lod Mitre, ese mismo día, 30 de abril, reconoció que las manifestaciones del Primero de Mayo eran preparadas por «los discípulos de Marx».

A su vez, el diario El Nacional, que había sido fundado por el ya mencionado Vélez Sarfield, donde solía colaborar con frecuencia el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), y donde en realidad se había iniciado la gran huelga de tipógrafos de 1878, tampoco ocultó su aprensión por el avance de las «fuerzas obreras organizadas».

La Prensa, ese mismo día. —y siempre estamos hablando del 30 de abril–, publicó además un comentario editorial en el que señalaba que, a lo mejor, las luchas obreras podían tener algún sentido en la lejana Europa, pero no en la Argentina, «donde hay muchas podibilidades de evolucion».

El propio Bartolomé Mitre, que aún vivía. –su deceso se produciría recién en 1906–, y fuera uno de los grandes responsables del genocidio del pueblo paraguayo en la Guerra de la Triple Alianza librada entre 1864 y 1870, trató de minimizar en su matutino la trascenfencia del acto obrero del día siguiente:

«Entre nosotros este mitin no puede tener gran importancia, porque en la Argentina no hay cuestión obrera, ni subsisten las causas principales que le han dado envergadura en Europa y Estados Unidos».

«Recias sacudidas»

Y llegamos al momento culminante. En la Argentina se llevaron a cabo concentraciones del Primero de Mayo en cuatro ciudades: Buenos Aires, Rosario, Chivilvoy y Bahía Blanca.

En la Capital el mitin adquirió grandes proporciones: se realizó en el Prado Español, Plaza de la Recoleta, con la asistencia de más de 3000 obreros.

Las organizaciones adheridas, que fueron numerosas, emitieron comunicados para explicar el significado de la fecha e invitando a sus integrantes a asistir al mitin.

Los anarquistas, agrupados en el Círculo Socialista Internacional, se habían reunido el 29 de abril en una cervecería de la calle Cerrito 334, en número aproximado de cincuenta, a fin de resolver si debían concurrir o no a la manifestación obrera que se organizaba para el Primero de Mayo.

Después de un largo debate, los anarquistas decidieron que, si bien no estaban de acuerdo con muchas de las cosas que habían impuesto «los organizadores marxistas», iban de igual modo a concurrir al mitin junto al resto de la clase obrera.

Variss patrullas de la comisaría 15º. comandadas por un subcomisario de apellido García, se apostaron en las adyacencias, «preparados. —según el relato de un cronista de la época–, para cualquier emergencia y absortos ante la novedad que se les ofrecía». De todos modos no intervinieron, más allá de algunas provocaciones que no afectaron el normal desarrollo del mitin.

A las 15.15hs se dió por comenzado el acto. El suizo-alemán José Winiger, presidente de la comisión organizadora, en medio de una gran emoción, rindió homenaje a los caídos en Chicago y en distintas urbes del planeta «por la voracidad del capitalismo inhumano y criminal».

Después señaló lo angustioso del presente que vivía la clase trabajadora y lo luminoso del destino que la historia le tenía preparado.

También subrayó la importancia del hecho que en tofos los países del mundo, en ese mismo momento, los trabajadores estuvieran manifestando por sus derechos conculcados, reivindicando su razón de participar con honor en el destino de las naciones. «La victoria fel socialismo es cuestión de tiempo», enfatizó.

Los demás oradores, cuyos discursos no fueron registrados en detalle, repudiaron los crímenes cometidos contra la clase obrera y también llamaron a cerrar filas en la lucha por las ideas revolucionarias y socialistas.

El acto concluyó con la lectura del Manifiesto del Primero de Mayo de 1890 y de los principales reclamos que al día siguiente se enviarían a las autoridades.

«Si se niegan a escucharnos, nuestra respuesta será en la calle», enfatizó José Winiger a los gritos.

Simultáneamente se recibió con aplausos la advertencia, repetida varias veces durante el desarrollo del mitin, que los obreros que fueran despedidos por haber participado de esa concentración o por otra causa de análogo carácter, podían concurrir a la sede de la Comisión, Comercio (hoy Humberto 1o.) 880, donde se les proporcionaría «ayuda y solidaridad».

Al día siguiente, la prensa del régimen comentó el mitin con palabras de rechazo, burla y desprecio.

La Nación, por ejemplo, como no podía ser de otra manera, ironizó que en el mitin, «los asistentes, en su mayoría, eran extranjeros y, por suerte, había muy pocos argentinos», agregando además en tono de sorna que «la religión, la política, la sociedad y el gobierno, recibieron recias sacudidas».

(Dicho sea de paso, este rotativo oligárquico y protofascista que apoyó, entre otros, los crímenes de la Semana Trágica (1919), el ascenso de Hitler al poder a principios de la década del treinta, las matanzas franquistas y las atrocidades de todos los gobiernos de facto sufridas por la Argentina, continúa, 131 años más tarde, siendo coherente con su línea reaccionaria y antipopular).

Ascenso de masas

El 29 de junio de 1890, menos de dos meses después de la gran movilización llevada a cabo en el Prado Español, el Comité Internacional Obrero de estas latitudes, tras consultar con numerosas sociedades y gremios, decidió crear la Federación de los Trabajadores de la Región Argentina.

Esta primera tentativa de constituir una central obrera en el país, contó con el apoyo de los organizaciones que nucleaban a los carpinteros, cigarreros, zapateros, tipógrafos y sindicatos de oficios varios, a los que luego se sumarían sindicatos existentes en Rosario, Santa Fe, Mendoza y Chascomús.

El propósito de los organizadores era convocar a la brevedad un congreso obrero constituyente y dotar a la federación de un estatuto y un programa de lucha.

Pero el pronunciamiento cívico-militar que estalló el 26 de julio de ese mismo año bajo la jefatura de Leandro N. Alem y el estado de sitio decretado de inmediato por el gobierno autocrático de Juárez Celman, ahondaron la represión en todos los niveles y la iniciativa de forjar la unidad obrera quedó postergada para un poco más adelante.

Estos fueron los primeros balbuceos. Mucha sangre obrera, mucha sangre de excluídos, mucha sangre de explotados, corrió acá y en todo el.mundo.

En todas las épocas se pretendió convencer a los trabajadores de que el Estado capitalista es un órgano regulador de las relaciones de clase y neutral en la lucha entre capital y trabajo.

Toda la historia del movimiento obrero desmiente rsts teoría. Una teoría que siempre pretendió poner paños fríos y neutralizar el ascenso revolucionario de las masas.

Por ello, los distintos gobiernos, la Iglesia y demás sectores hegemónicos, hicirron esfuerzos denodados para transformar una fecha combativa en una «fiesta del trabajo». Sin embargo, históricamente,
la tarea fe cooperación fracasó.

Incluso Marcelo Torcuato de Alvear, que llegó a la presidencia de la República en 1922 en brazos del ala más derechista de la Unión Cívica Radical y el visto bueno de toda la oligarquía, no obtuvo ninguno de los resultados esperados cuando, súbitamente, el Primero de Mayo de 1925, le otorgó asueto a los empleados de la administración. Alvear quiso hacerse el «popular», pero los trabajadores no se dejaron engañar, porque recordarom muy bien lo que había ocurrido apenas algunos meses antes en el Chaco, el 19 de junio dr 1924, bajo la responsabilidad del gobierno central: la masacre en la Colonia Aborigen Napalp que costó la vida a unos 200 integrantes de los pueblos qom y mocoví. O sea, otro de los tantos operativos de exterminio cometidos contra los pueblos originarios.

Y, por grotesco que pudiera parecer, hasta los conservadores, reyes del fraude y la explotación, decidieron en 1931 sumarse a la «fiesta», pero, eso sí, haciendo la salvedad de que su posición era netamente favorable a la «armonía entre capital y trabajo».

Para salirle al cruce a esta ofensiva de falsificar objetivos, el historiador socialista Jacinto Oddone, en el periódico La Vanguardia del 3 de mayo de 1932, arremetió contra «las «fuerzas reaccionarias que otrora nos atacaban y hoy pretenden celebrar el Primero de Mayo con fines de conservación».

Y, por si esto fuera poco, la Alianza de la Juventud Nacionalista (un grupo de choque parapolicial y fascista que fuera fundado en 1938 por Juan Queraltó y que luego deviniera en la Alianza Libertadora Nacionalista, cuyo principal ideólogo fuera el general Juan Bautista Molina, edecán del general José Félix Uriburu en el golpe del ’30 y uno de los tantos militares argentinos de entonces furiosamente partidarios de las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial), también decidió sumarse a los «festejos» del Primero de Mayo. Pero, claro, con sus propias obsesiones y su propia terminología:

«Lo que no aceptamos ni podemos dejar pasar indiferente es que, bajo el pretexto de esa celebración y tergiversando el sentido de la fecha, se cante La Internacional en las calles de Buenos Aires, la ciudad de noble tradición católica y patriótica…Sentimos también la necesidad de una mayor justicia social, pero en un marco de disciplina y orden, única manera de alcanzarla de verdad. Queremos dar al 1º de Mayo el carácter de fecha del trabajo nacional y un sentido auténticamente argentino».

La Alianza, además de atacar actos, movilizaciones, locales y militantes de izquierda o de dispararle a ciudadanos de origen judío, también solía realizar actos públicos.

Un par de ellos los concretó en Avellaneda con la presencia. Del propio gobernador de la provincia de Buenos Aires Manuel Fresco (que solía mostrar con orgullo la foto autogtafiada de Hitler) y del secretario de Gobirtno Roberto J. Noble en el período 1938-40, que fue uno de los pocos civiles que estuvieron en el comando del derrocamiento de Hipólito Yrigoyen, que años después publicó un encendido panegírico de Benito Mussolini y que finalmente, en agosto fe 1945, fundó el diario Clarín.

En esos actos predominaban las marchas militares, las banderas y escarapelas argentinas, decenas de abanderados vestidos con camisas grises, vítores al ejército, a San Martín y al general Uriburu, expresiones judeofóbicas, saludo romano (con el brazo hacia adelante, al estilo de los fascistas en Italia y de los nazis en Alemania) y, por supuesto, el Himno Nacional.

Finalmente, tendríamos para un libro entero describir lo que fue la falsificación de la jornada fel Primero de Mayo durante las distintas ptesidencias «democráticas y populares» de las últimas décadas.

El gran Osvaldo Bayer solía mencionar con frecuencia ese engendro que obligaban a cantar en las escuelas a fines de los años cuarenta y que fuera escrito por Oscar Ivanissevich (1895-76), un hombre de ultraderecha que fuera ministro de Educación en el bienio 1948-50, durante el primer gobierno de Perón; y, también, entre agosto de 1974 y agosto de 1975, durante la égida de Isabel y López Rega.

El canto, en su primera estrofa, decía así:

«Hoy es la fiesta del trabajo,/unidos por el amor de Dios,/al pie de la bandera azul y blanca,/
juremos defenderla con honor».

En la propia Convención Nacional Constituyente de 1949, según consta en el Diario de Sesiones, página 489, uno de los convencionales justicialistas, Atilio Perazzolo, lo dijo sin guardar nada:

«Hace años las manifestaciones del Primero de Mayo tenían el carácter de protesta por la ejecución de los obreros de Chicago. Era entonces una expresión de odio, de rebeldía y de lucha contra el capitalismo. Pero desde que está el general Perón al frente de los destinos de la Patria, ya no albergamos odios ni rencores: nos reunimos junto a la tribuna de Plaza de Mayo para bendecir a Dios y celebrar la felicidad de los trabajadores argentinos».

Y concluimos esta aproximación a los orígenes del Primero de Mayo con una frase breve extraída de un editorial del diario anarquista La Protesta Humana del 1-5-1901:

«El Primero de Mayo nació como empuje revolucionario y fue bautizado por la burguesía con sangre obrera. La revolución proletaria definitiva puede tardar, pero finalmente será imparable».

Una de las consignas que más se coreaban en las grandes movilizaciones de la década del treinta (como, por ejemplo, la recordada huelga que protagonizaron durante varias semanas los obreros de la construcción en 1936), decía así:

«La clase obrera no tiene frontera».

Efectivamente, no tiene ninguna frontera.