Por Mariano Rosa
Época de crisis, guerras, revoluciones y pandemias. La fractura del sistema de producción y consumo con los ecosistemas. La dialéctica de un desastre crónico. Ucrania y la guerra de rapiña de los «aprendices de brujo». La transición pos-capitalista como operación de rescate civilizatorio. Ecologismo de guerra. Del marxismo al leninismo ambiental. Sin márgenes para la resignación. Con estos títulos y sugerencias para pensar, nos encaminamos a Encuentros de la Red Ecosocialista en toda la Argentina.
En el origen no fue el murciélago, fue la desforestación. Arranquemos por acá. La pandemia de COVID 19 provocó fenómenos inéditos. El 98 % de la población mundial atravesó en 2 años niveles de confinamiento nunca ocurridos. Los motores del capitalismo se apagaron. La onda expansiva de esa determinación todavía se propaga en la economía y la desigualdad social. Y a la vez, la zoonosis del COVID no fue sorpresiva. Y que el punto de partida, fuera China, tampoco bien mirado, es llamativo. Repasemos. En el mundo hay unas 1200 especies de murciélagos distintos. Estos animales alojan enorme cantidad de patógenos. Sin embargo, el circuito de los ecosistemas por donde circulan metaboliza los patógenos y hay adaptación circular. El problema empieza cuando la tala de bosques, la intervención sobre los ecosistemas pone en contacto patógenos y personas, no preparadas inmunológicamente. El capitalismo del nuevo milenio es devorador de bosques y selvas. Solamente 4 productos «commodities» (la carne de vaca, el aceite de palma, la soja y los derivados de la madera), son responsables del 40 % de la desforestación global. En esos «claros» que deja la intervención de capital, se propagan patógenos que antes, asimilaba la naturaleza. Entonces, otra vez: no fueron los murciélagos, ni los portadores «puente», a saber, los pangolines. Fue la desforestación operada por la valoración de capital que pulverizó las barreras ecosistémicas entre virus y personas. Así de simple.
Desarrollo desigual y combinado, made in China
En 2019 con sorprendente anticipación profética, un equipo de investigadores chinos, publicó un trabajo que se tituló «Las interacciones humano-animal y el potencial de transmisión de coronavirus de los murciélagos en el sur rural de China». Así como lo leen. Estos expertos analizaban indicios potenciales de contagio a partir de analizar los vectores de transmisión de patógenos de murciélagos a través de pollos, civetas y otros animales integrados a la dieta del campesinado chino. Ahora bien: la multiplicación de los llamados «mercados húmedos» en China, hicieron el resto. El desarrollo capitalista en este gigante imperial trató de la misma forma despiadada a murciélagos y sus hábitats naturales: talas forestales para plantar eucaliptos; cementeras que perforan colinas y destruyen cuevas; ciudades que se amplían hacia la periferia. Esa dinámica expulsiva de ecosistemas naturales es la base de la propagación zoonótica. Y a la vez, en esta etapa capitalista de conexión de mercados mundiales, un nicho de valorización fueron los mercados «húmedos», llamados así, porque los puestos donde se venden animales salvajes son rociados regularmente con agua. Hileras interminables de los más variados animales exhibidos para la venta y satisfacción de los gustos más curiosos y retorcidos: mapaches, ardillas voladoras, pangolines, tejones, ratas de bambú, toda clase de cuervos y todo apiñado, en perfecta amalgama para una revuelta de patógenos. Ese mercado mueve miles de millones de dólares anualmente y surte la demanda de las élites más concentradas. Entonces, en esta época de pandemias, las claves están no en murciélagos y pangolines responsables, sino en valorización de capital que deglute bosques y selvas, gustos exóticos de minorías de clase con dinero de más. Esta dinámica se retroalimenta. Y el anabólico que estimula es el capital. China expresa de forma concentrada desigualmente, toda esta aberrante combinación de rasgos del capitalismo ecocida. Así están las cosas.
La dialéctica del desastre
El mundo tal como lo conocimos tiene los años contados bajo la conducción del capital. El fenómeno del calentamiento global, de un planeta que se va transformando en invernadero, requiere activar el freno de mano de forma abrupta, urgente. Sin embargo, por ejemplo, la inversión en extracción de petróleo y gas, en el mundo, y la disputa de rapiña inter-imperialista en Ucrania, tiene detrás el control de los insumos para el combustible de origen fósil. Es decir: la locura total. Todas las recetas de reformas «verdes» en el marco de esta lógica capitalista, remiten a esa metáfora de lo ridículo y utópico que es pretender afrontar el fuego de una casa en cuyo interior estamos, tomando mucha agua fría. ¡Se incendia la casa, ese es el dato! La conducción económica y política del mundo, tiene el pie atado al acelerador del desastre. Nancy Fraser, en un texto que se llama «Capitalismo: una conversación sobre la teoría crítica», lo dice hermosamente: la ganancia del 1 % altera «la gramática interna de la naturaleza y el planeta». Esa dialéctica del desastre, que refuerza todo el carácter de la época con sus consecuencias de crisis, guerras, revoluciones y zoonosis solamente amerita como respuesta un combate frontal que la desmantele y suplante por una dialéctica del rescate humano, ambiental y civilizatorio. Ese desafío se escribe con «a» de anticapitalismo y con «e» de ecologismo de guerra, vale decir: ecosocialismo.
Ecologismo de guerra para la transición urgente
La magnitud del desafío que nos toca como generación activista, consciente y comprometida, tiene una escala histórica, bisagra. Hay un colapso en pleno desenvolvimiento. No es una hipótesis de futuro. Tampoco un evento puntual: es una acumulación cuantitativa que empezó a dar saltos de calidad. Lo que comemos nos enferma y contamina. El agua dulce, escasea. Las cordilleras y cadenas montañosas del mundo son dinamitadas por el negocio megaminero. Lo verde y público de las ciudades es engullido por el cemento apropiador de la especulación inmobiliario. El planeta recalentándose y la ciencia aplicada se dedica a explorar formas no convencionales de calentar más el mundo con fracking. En «El libro de los pasajes», Benjamin confiesa «que nuestra generación aprendió amargamente, que el capitalismo no morirá de muerte natural». Se requiere un plan de guerra para reorganizar todo. De rescate y de guerra. Sin ninguna demagogia al sentido de lo políticamente correcto. Hacen falta medidas drásticas, porque el colapso está en desarrollo. En septiembre de 1917, Lenin escribió un documento bastante largo que se llama «La catástrofe inminente y cómo enfrentarse a ella», donde dice más o menos, que «el desastre amenaza a Rusia y Europa, y nadie hace nada». La obsesión de Lenin por el hacer consciente, por la intervención voluntaria, planificada y organizada de los sujetos sociales en la historia. Estamos con Benjamin y Lenin: no se muere de muerte natural y la catástrofe es inminente. Por eso, la consigna es: hagamos algo y ahora. En el plano socioambiental, la hoja de ruta incluye otra matriz de producción y consumo, otra dialéctica de la humanidad social con la naturaleza. Y a la vez, además de ecologismo de guerra hace falta mucho de leninismo ambiental: no se trata solamente de activar de contragolpe y circunstancialmente. Cambiar el mundo y rescatarlo del colapso impone una concepción anclada en el compromiso militante sistemático, constante y paciente. No hay ningún margen para la resignación. Activar ecosocialismo. Acá y ahora.