Por Luis Meiners
Pasaron 100 días desde que Joe Biden asumió la presidencia de Estados Unidos. Aquella ceremonia se realizaba en el contexto inmediato del asalto al capitolio, de una pandemia que tocaba picos de 300 mil nuevos casos diarios, y con el trasfondo de una rebelión histórica que sacudió los cimientos de la potencia imperialista. La tarea central del nuevo presidente era clara: retornar a la normalidad. Es decir, reconstruir la legitimidad del régimen político y el sistema capitalista y restaurar la maltrecha hegemonía imperialista.
Los primeros días de la nueva administración estuvieron marcados por un acelerado ritmo de decretos presidenciales para revertir algunos de los elementos más irritantes de las políticas de Trump y contener la pandemia. Todo esto con un fuerte contenido simbólico que buscaba generar la sensación de una vuelta de página.
Sin embargo, la profundidad de las múltiples crisis que sacuden a EEUU cuyos efectos se han ido acumulando hace más de una década, ahora agravadas por la pandemia y combinadas con una rebelión de características históricas, significan que los gestos simbólicos no son suficientes. Estos elementos condicionan el programa de gobierno de Biden, tal como ha sido avanzado por sus principales iniciativas en estos 100 primeros días y reafirmado en su discurso ante la sesión conjunta del Congreso.
La restauración imperial no es gratis
Uno de los ejes centrales de la agenda de Biden ha sido el anuncio de un paquete económico de 4 billones de dólares, separados en dos leyes, una enfocada en inversión en infraestructura llamada “American Jobs Plan” de 2.3 billones y el “American Families Plan” de 1.8 billones que incluye inversión en educación, reducciones impositivas a sectores medios y asalariados, y subsidios familiares. Estos se suman al paquete de rescate por la pandemia aprobado en marzo y valuado en 1.9 billones de dólares.
Esta expansión del gasto público encuentra apoyo en sectores de la clase dominante, aun cuando expresan reservas sobre tener que aportar a la cuenta. Business Roundtable, una asociación que representa a CEO’s de grandes corporaciones, expresó en un comunicado sobre los anuncios de Biden: “Los líderes empresariales apoyan firmemente el esfuerzo por revitalizar la economía de EE. UU., mejorando la infraestructura física de la nación, incluida la banda ancha, una inversión vital en el futuro económico de EE. UU., que resultaría en beneficios económicos tangibles para las familias estadounidenses. No apoyaríamos el aumento de impuestos a las corporaciones, lo que ralentizará la recuperación económica y perjudica a los creadores de empleo y empleados estadounidenses «.
Esto se debe a que existe un creciente consenso en la clase dominante alrededor de la idea de que se deben tomar medidas para estimular una economía que viene de una década de lenta recuperación luego de la crisis de 2008/9. Esta necesidad se agudiza ante la creciente competencia inter-imperialista con China. En este sentido, existe una clara conexión entre una política doméstica marcada por cierta expansión del gasto público, con una política exterior de robustecer la posición hegemónica de EEUU ante una creciente rivalidad interimperialista. En palabras de Business Roundtable, “Los principales empleadores de EE. UU., también apoyan el aumento del acceso y la asequibilidad al cuidado infantil y la universidad, capacitar a nuestra fuerza laboral, generar inversiones estadounidenses, acelerar la innovación, abordar el cambio climático, modernizar el sistema de inmigración y empoderar a los Estados Unidos para que superen a China y otros países.”
En consonancia con esto, la política exterior delineada por el gobierno de Biden en sus primeros 100 días ha estado orientada hacia esta competencia con potencias rivales. Al mismo tiempo, ha buscado recuperar la imagen de EEUU en el mundo, retornando al Acuerdo de París y la OMS y fortaleciendo el vínculo con sus aliados tradicionales.
Recuperar legitimidad
La crisis económica, sanitaria y la hegemonía imperialista en decadencia, son solo parte de las múltiples crisis que se combinan en EEUU. La crisis de 2008/9 inauguró una década de radicalización y polarización política que sacudió el consenso del “centro” neoliberal y al régimen bipartidista. Trump, siendo expresión de este proceso, a su vez contribuyó a profundizarlo. La expresión final de esto fue toda la campaña contra el supuesto fraude electoral que culminó en el asalto al capitolio, hecho que profundizó el cierre de filas de la burguesía y el establishment en defensa de la institucionalidad. Por otro lado, la inmensa rebelión contra el racismo y la violencia policial demostró la profundidad y extensión de una radicalización a izquierda, encendiendo alertas en el régimen.
Frente a este escenario, Biden y el Partido Demócrata intentan recuperar legitimidad para lograr un clima de “normalidad” para el funcionamiento del sistema. Por eso se posiciona a favor del veredicto que declaró culpable a Derek Chauvin, y habla de la necesidad de encarar una reforma policial. Al mismo tiempo, condena las protestas como “violentas”, defiende la institución policial y continúa transfiriendo armamento militar a los departamentos policiales. Algo similar sucede en materia de política migratoria, elemento en el cual ya ha incumplido sus promesas de campaña. A pesar de haber derogado algunos de los elementos de la política de Trump (la prohibición de ingreso a personas de países musulmanes por ejemplo), sostiene el cierre de la frontera que ha causado una crisis humanitaria, ha expulsado a decenas de miles de personas y arrojó a 19 mil niños en centros de detención.
La orientación de Biden es, en este sentido, clara. Busca distanciarse discursivamente y limar los elementos más punzantes de la política de Trump para de esa forma recuperar legitimidad para continuar con lo fundamental de lo que han sido las políticas impulsadas por ambos partidos del régimen bipartidista.
Más allá de los 100 días
Dejando a un lado la coyuntura, la agenda de normalización propuesta por Biden enfrenta enormes desafíos. Las condiciones que alimentaron la polarización, radicalización e inestabilidad de la última década siguen allí. En materia económica, el acelerado crecimiento actual está atado a causas coyunturales como el gradual fin de las restricciones por la pandemia y la inyección de dinero por los paquetes de estímulo económico. Tal como señala Michael Roberts, se trata de un “sugar rush” (pico de azúcar), es decir, una aceleración coyuntural que no revierte las tendencias estructurales. Roberts señala: “el efecto multiplicador del estímulo fiscal pronto se disipará, y entonces la economía de EEUU no dependerá de la demanda reprimida de los consumidores sino de la voluntad y capacidad del sector capitalista para invertir”. Y esta depende de la tasa de ganancia, cuya tendencia a la caída y el estancamiento no se ha revertido. Por lo que Roberts concluye: “Las fuerzas subyacentes sugieren que el pico de azúcar será sólo eso, una breve explosión seguida por una siesta, en el mejor de los casos.” Aun si el plan económico de Biden logra ser aprobado e implementado en su totalidad, no logrará contrarrestar la dinámica subyacente que ha producido la crisis.
En este marco, el gobierno de Biden difícilmente logre reconstruir sólidas bases para la legitimidad del régimen que garanticen un regreso duradero a la estabilidad capitalista. La fuerza social que ganó las calles en la rebelión del 2020 sigue allí. Por todo esto, es fundamental que la izquierda socialista se delimite políticamente del gobierno de Biden. Para ello no solo habrá que organizar la pelea por todas las reivindicaciones de la clase trabajadora y todos los sectores oprimidos, sino además avanzar en la tarea clave de construir un partido socialista independiente.